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ESCOCIA decide. ¿Una revolución democrática?

Escribe Marcelo Espiñeira.

Poco más de tres siglos después de la unión de reinos concertada entre los parlamentarios escoceses e ingleses en 1707, la condición institucional surgida se tambalea con fuerza. Sobre todo luego del espectacular auge registrado en las encuestas por parte del Movimiento Independentista Escocés que defiende el voto del SI en el referéndum del próximo 18 de setiembre.


La unión entre Escocia e Inglaterra probablemente comenzó a discutirse como una cuestión de simple relación de poderes a principios del siglo XX. Ya en 1913 se presentó un proyecto de Ley de Autonomía que no prosperó debido al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la irrupción del Partido Nacionalista Escocés en 1934 retomó la causa. Debieron transcurrir largos 63 años para que el Referéndum de 1997 devolviera a los escoceses una amplia transferencia de competencias asumidas por un renovado y poderoso Parlamento propio. La mayoría absoluta obtenida por el nacionalista Alex Salmond en 2011 en medio de la gran crisis y los recortes sociales, reforzó las posiciones secesionistas hasta la firma de un acuerdo con el primer ministro británico David Cameron (en octubre de 2012), que incluyó la celebración del próximo referéndum con una única pregunta sobre la independencia de Escocia: Si o No.

Desde entonces, las campañas por ambas opciones han trabajado de diferentes maneras, aportando su particular visión sobre el futuro escocés. Los nacionalistas consiguieron aglutinar a los Verdes y a diversas asociaciones intermedias que consolidaron la idea de alumbrar un país nuevo, alejado de las armas nucleares británicas, soberano en el manejo de sus ingresos y solidario en la construcción de un modelo social democrático que garantice el mejor desarrollo de las próximas generaciones.




En contrapartida, los denominados “unionistas” representados por los tres partidos con amplia representación en Westminster (Conservadores, Laboristas y Liberales), optaron por el descrédito de las promesas nacionalistas. Sembrando de incertidumbre cualquier cambio del status quo, se centraron en el voto de los indecisos, confiando en ellos su destino en las urnas. Hasta la llegada del verano, la victoria del No parecía asegurada por un amplio colchón de casi 20 puntos de ventaja en las encuestas. Pero luego de los debates televisados, la brecha se esfumó sin más. Ahora, con evidente desesperación, el poder político de Londres ha salido a prometer un incremento importante de las condiciones fiscales para Edimburgo si ganara el No.

Ambas posiciones llevan parte de razón en sus argumentaciones pero no han conseguido acordar en cuanto al tamaño de las reservas de petróleo que yacen en el Mar del Norte o en cómo se las repartirían ante una eventual independencia. Otro tanto sucedería con las deudas de Gran Bretaña y ni hablar del futuro de la libra esterlina, que ha sido uno de los puntos más debatidos, sin ninguna conclusión definitiva. En este sentido es necesario recalcar que el economista americano Paul Krugman ha puesto el ejemplo de la debacle española para señalar el fracaso que significaría para Escocia no disponer de una política monetaria propia o atada a la libra esterlina.

Es cierto que Salmond no puede otorgar garantías absolutas a sus votantes sobre los avances de una Escocia independiente, pero el sentido común avala que los escoceses sueñen con un futuro mejor que incluya el pleno ejercicio de sus competencias. La cercanía en la toma de las decisiones seduce a buena parte de un electorado históricamente situado a la izquierda de los ingleses y que estaría cansado de ser gobernados por los conservadores desde Londres. Así, los fieles laboristas escoceses podrían ser el factor fundamental que otorgara una victoria al SI de manera un tanto inesperada.


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