Una crítica de Marcelo Espiñeira. Tan íntimamente sujeta al melancólico eco de un ronroco solitario como al éxito comercial en Hollywood, la obra de Gustavo Santaolalla (Buenos Aires, 1951) se encuentra alejada de cualquier estereotipo. Su música tiene esa extraña cualidad de erizarnos el vello, tal es la carga de emotividad que posee. Nada artificiosa y generalmente desprendida en cuanto a trucos en la producción de los sonidos, la raíz puede palparse en su justa magnitud. Ya sea desde un laúd, un guitarrón, un ronroco o una guitarra blues de cuerdas de nylon, el recorrido que elija Santaolalla terminará siempre en el corazón.