Una crítica de Marcelo Espiñeira.
Tan íntimamente sujeta al melancólico eco de un ronroco solitario como al éxito comercial en Hollywood, la obra de Gustavo Santaolalla (Buenos Aires, 1951) se encuentra alejada de cualquier estereotipo.
Su música tiene esa extraña cualidad de erizarnos el vello, tal es la carga de emotividad que posee. Nada artificiosa y generalmente desprendida en cuanto a trucos en la producción de los sonidos, la raíz puede palparse en su justa magnitud. Ya sea desde un laúd, un guitarrón, un ronroco o una guitarra blues de cuerdas de nylon, el recorrido que elija Santaolalla terminará siempre en el corazón.
También un rockstar, en 1967 fundó la exitosa banda Arco Iris (junto a Ara Tokatlian), que fuera el hilo conductor de su vida musical hasta 1975. Los crudos vientos del plomo argentino lo llevaron hasta la costa oeste americana. En Los Angeles profundizó su aprendizaje rock, pero también realzó su alma andina.
Las colaboraciones con músicos del rock argentino se hicieron contínuas, y la producción artística comenzó a ocupar un lugar destacado en su currículum. Tal es así, que los años ´90 lo encumbraron como el más reconocido productor latino de rock. Café Tacuba, Divididos, Molotov, Julieta Venegas, Juanes, Jorge Drexler, Bersuit Vergarabat o Caifanes le encargaron sus mejores discos. Finalmente, su amistad con el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu lo llevó hasta un nuevo espacio: el cine. Sus bandas sonoras para Amores Perros, 21 gramos y Babel forjaron su estilo definitivamente en Hollywood. Dos premios Oscars, dos BAFTA, un Globo de Oro y una docena de Grammys acreditan el reconocimiento que Santaolalla ha recogido en EEUU y Europa.
Pero, más allá de este éxito arrollador, lo que realmente cuenta ahora es su capacidad intacta para conmover desde la sencillez de un instrumento. Un milagro que vuelve a traducirse en el sublime Camino (Visual Music, 2014). Un lúcido, maduro y contundente viaje que atraviesa años de música del autor, reunidos en una colección imperdible. El rumor del ronroco abre la lata en la preciosa Alma, las cuerdas del guitarrón se imponen en pasajes inmejorables de Wait and Then. Tan bellos como los contrapuntos de bajo y cuerdas armónicas en Paraná o la extraordinaria Cordón de Plata. Escueta pero maravillosa, el aroma andino de Ella resume a la perfección el estado de gracia en que se halla el compositor en este disco.
Tan íntimamente sujeta al melancólico eco de un ronroco solitario como al éxito comercial en Hollywood, la obra de Gustavo Santaolalla (Buenos Aires, 1951) se encuentra alejada de cualquier estereotipo.
Su música tiene esa extraña cualidad de erizarnos el vello, tal es la carga de emotividad que posee. Nada artificiosa y generalmente desprendida en cuanto a trucos en la producción de los sonidos, la raíz puede palparse en su justa magnitud. Ya sea desde un laúd, un guitarrón, un ronroco o una guitarra blues de cuerdas de nylon, el recorrido que elija Santaolalla terminará siempre en el corazón.
También un rockstar, en 1967 fundó la exitosa banda Arco Iris (junto a Ara Tokatlian), que fuera el hilo conductor de su vida musical hasta 1975. Los crudos vientos del plomo argentino lo llevaron hasta la costa oeste americana. En Los Angeles profundizó su aprendizaje rock, pero también realzó su alma andina.
Las colaboraciones con músicos del rock argentino se hicieron contínuas, y la producción artística comenzó a ocupar un lugar destacado en su currículum. Tal es así, que los años ´90 lo encumbraron como el más reconocido productor latino de rock. Café Tacuba, Divididos, Molotov, Julieta Venegas, Juanes, Jorge Drexler, Bersuit Vergarabat o Caifanes le encargaron sus mejores discos. Finalmente, su amistad con el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu lo llevó hasta un nuevo espacio: el cine. Sus bandas sonoras para Amores Perros, 21 gramos y Babel forjaron su estilo definitivamente en Hollywood. Dos premios Oscars, dos BAFTA, un Globo de Oro y una docena de Grammys acreditan el reconocimiento que Santaolalla ha recogido en EEUU y Europa.
Pero, más allá de este éxito arrollador, lo que realmente cuenta ahora es su capacidad intacta para conmover desde la sencillez de un instrumento. Un milagro que vuelve a traducirse en el sublime Camino (Visual Music, 2014). Un lúcido, maduro y contundente viaje que atraviesa años de música del autor, reunidos en una colección imperdible. El rumor del ronroco abre la lata en la preciosa Alma, las cuerdas del guitarrón se imponen en pasajes inmejorables de Wait and Then. Tan bellos como los contrapuntos de bajo y cuerdas armónicas en Paraná o la extraordinaria Cordón de Plata. Escueta pero maravillosa, el aroma andino de Ella resume a la perfección el estado de gracia en que se halla el compositor en este disco.
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