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BLANCANIEVES. Humor negro expresionista.

Una crítica de Lilian Rosales de Canals.

No parece casual que Pablo Berger (Bilbao, 1963) ubique su relato en 1920, en la España de Valle-Inclán. En Blancanieves el esperpento cobra vida en la tragedia clásica de los hermanos Grimm y pareciese sobrevenir cierto aire expresionista. Fusión de historia y ficción donde lo hiperbólico y la visión trágico-grotesca se hacen presentes para señalar con humor negro la sociedad pacata del momento.
A la plaza inundada de festín taurino se introduce el drama que inicia al relato muy ajeno a la historia que tiene eco en nuestra memoria. De aquella desventurada situación nace una niña, hija del torero Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho) y la artista de folclore Carmen Triana (Inma Cuesta), cuyo destino quedará predeterminado por la miseria. 

El actor Daniel Giménez Cacho en el rol del torero Antonio Villalta.

A paso seguro, el creador bilbaíno se aproxima en la narración al cuento de hadas, dialogando con los referentes que todos compartimos pero manteniendo las distancias necesarias para hilvanar otra dimensión (distorsionada) a favor de una estética que se le antoja, y de una interesante coherencia narrativa que, en las primeras de cambio, se percibe como un caos, un bodrio esperpéntico. Así los enanos son toreros, el palacio cede su espacio a un cortijo, el espejo resulta una revista Lecturas, Blancanieves es el germen de la primera mujer torera y la Madrastra, una ambiciosa cazadora de status. No existe el príncipe como tal, ni la bruja, ni el cazador. Pero abunda la emoción, esta vez sin palabras, y en este énfasis, el flamenco, los capotazos, las miradas y una edición excelente confabulan en la propia tarea.

El director ha tardado nueve años para engendrar el segundo largometraje desde su comedia negra Torremolinos 73 (2003). Si en esa parodia había una cierta intención antropológica de mostrar el landismo (destape del cine español) de 1970 mediante una infecunda temática, y de recuperar para el cine las infidelidades de la clase media, frustrada y emergente, con todos los tópicos patéticos de la españolidad ¿podría acaso en esta su segunda producción tener algún interés, que desborde lo estético, por mostrar otra faceta del ser español? No parece tan tirado de pelos. 


Es cosa de fondo
La Blancanieves de Berger es un proyecto ideado en 2007 cuya mala fortuna ha sido la de coincidir en el camino con la producción francesa de Hazanavicius: The Artist. Quizá porque tamaño número de galardones cosechados por la última y su indiscutible calidad le convirtieron en un reto difícil de superar. 

Pero la diferencia entre ambos filmes es clara: mientras The Artist es una película nostálgica que homenajea al cine mudo, Blancanieves es trasgresora en la medida que recrea troncalmente una historia que forma parte del imaginario universal. Sin mencionar que hacer cine en blanco y negro, a más de mudo, no es en sí mismo un elemento distintivo y rompedor de nuestros tiempos. Guy Maddin lleva los últimos 20 años produciendo un cine experimental en b/n, mientras otros autores como Kaurosmäki han rodado cine mudo.

La actriz Angela Molina en una escena de Blancanieves.

La osadía de Pablo Berger radica en sus precedentes: dos "Blancanieves" estrenadas en 2012. La comedia devenida en fracaso de Tarsem Singh y la espectacular -plagada de efectos especiales- Blancanieves y la leyenda del cazador de la Universal. Para colmo de males The Artist aún gravitaba en el pasado próximo o más bien, mientras rodaba. El director en el Festival donostiarra expresó al respecto: "cuando me enteré del estreno en Cannes de "The Artist" grité: Mieeeeeerda"… pero también manifestó con mucha razón que su apuesta apuntaba al fondo y no a la forma. Y en este sentido su obra es novedosa y pulcra. Lo es tanto que tras la ovación que recibiría en San Sebastián sería seleccionada para representar al país en la ceremonia de los Oscar.



De giros insospechados
Si su fotografía es fantástica y la producción muy buena, el guión se lleva los laureles. Ingenioso y potente deja de fondo nuestro ancestral residuo del clásico cuento y despliega una cruel historia de abuso de poder.

El guión de este film respeta la estructura clásica de lucha entre el bien y el mal cuyo desencadenante es la avaricia y la envidia de la madrastra hacia su joven hijastra. Hasta aquí nos entendemos claro. Pero resulta un ejercicio laborioso que no escatima en giros narrativos por demás insospechados. La introducción no podía ser más alejada del clásico. Prueba de ello es que nos deja perplejos mientras vamos al encuentro de una estampa costumbrista de la España profunda. Buen ritmo aparte, las acciones casi sin descanso se alternan con periodos de cámara extasiada en gestos y planos muy cortos. 

Angel Molina y la pequeña actriz Sofía Oria.
A falta de príncipe, la historia llega a su fin con un personaje que deja abierta la trama en una especie de desasosiego. El estado de duermevela que una lágrima permite entrever nos remite a un futuro sin pronóstico. A un final abierto.

Los elementos icónicos del cuento siguen presentes, está la manzana envenenada y también el amor -vertebrador en la mayoría de las historias de hadas- pero más platónico que nunca y se desconoce cuan decisivo es para el desenlace. 

La risa, recurso compensatorio al drama, también encuentra su lugar, sin abuso y de forma muy sutil.  La fuerza de las imágenes y la interpretación portentosa de los personajes centrales nos impiden extrañar la carcajada. 


Para algunos su banda sonora podría ser una mezcla tonal incorrecta pero es una armónica e increíble fusión de lo flamenco y lo incidental con géneros que hacen eco a la época aludida. Más de cien minutos de música compuesta por Vilallonga en la que la única voz que se escucha es la de Silvia Pérez Cruz (Palafrugell, 1983) cuando canta tres piezas. 

Curiosa coincidencia se hace evidente entre las tres primeras notas del tema central del film de Hazanavicius y el de Blancanieves. Este ingrediente, que sirve de  leitmotiv en cada caso y queda como una huella adherido a la memoria, en la pieza de Berger nos obliga a la infidelidad más genuina al remitirnos reiteradamente a The Artist. Pecata minuta.

Pero la música no se limita a acompañar y crear atmosferas, es también un recurso para las transiciones y una ruptura tímida con el carácter mudo del film cuando hace  coincidir el sonido de trompetas y su correspondiente ejecución en la imagen.

Las transiciones son resueltas de manera fantástica y hasta poética, haciendo uso reiterado de elementos del montaje intelectual con simbolismo minucioso. Un bonito ejemplo se halla en el traje de comunión blanco inmaculado que se tiñe de negro para anunciar el luto y otras desavenencias.  

Es de agradecer que en esta época se pueda narrar tan bien prescindiendo de complejos efectos especiales. El director vasco echa mano de recursos que nos remiten atinadamente al viejo cine que rememora. Estéticamente es extraordinaria. Vestuario, utilería, locaciones tienen un agradable toque siniestro. 

Técnicamente es muy buena, pero su valía descansa en el fondo, en la excelente adaptación que, sin saltos ni cortapisas, logra hacer coincidir dos aspectos al parecer irreconciliables y convertirla en algo creíble y entretenido.

Los enanos toreros de la Blancanieves de Berger.
Acertado casting
No es arriesgado afirmar que la apuesta más apropiada y generosa ha sido la de confiar el papel protagónico de la Blancanieves-niña a la debutante Sofía Oria, cuyo manejo expresivo no tiene discusión y por el contrario, excede toda expectativa mientras le allana el camino a  Macarena García (Blancanienes adulta) cuando entra en escena. 

El histrionismo teatral de Angela Molina pone un acento dramático de cuidado en la transmisión de ese fuego andaluz, pasional en su danza y en la manifestación de sus afectos, mientras el tono malvado con un huidizo aire caricaturesco de la hermosa y pérfida Encarna (Maribel Verdú) pone la guinda. Su ambición y ansias de mejor status le lanzan desbocada sobre la fortuna del torero, dejando al descubierto rasgos de la propia cultura. 

Sin embargo, el desarrollo de algunos personajes se torna insuficiente (sobreexigidos por el formato) o tal vez se trate de algún fallo en la dirección dramática, aunque el autor apunta que su intención ha sido la de ofrecer un tono moderado. Sin alcanzar el nivel expresivo esperado de algunos personajes y con el descuido en aspectos de producción, aunque sutiles, ciertos momentos dramáticos nos dejan un tanto indiferentes. Se rompe así la implicación emocional con el auditorio y se resiente el disfrute en escenas puntuales. En esta línea, la cornada a Antonio Villalta deja entrever que se trata de un maniquí, la expresión de dolor del Enano guaperas es poco convincente y la actuación de Inma Cuesta no es quizá la más feliz de su carrera. Para completar, Villalta muerto respira sobre su sofá.

Macarena García en el papel de la Blancanieves adulta.
En contraposición a estos fallos, la breve aparición de Josep María Pou es destacable en una expresividad muy adecuada al género.  

Caben segundas lecturas
Mediante esa mezcla de elementos aparentemente incompatibles e inestables en la creación de una realidad poco probable, la propuesta velada del autor acaso pone en evidencia la posibilidad de reflexionar y reírnos de nosotros mismos, de nuestra cultura, de propias tradiciones.

Enfrentar la sociedad española a los espejos cóncavos del grotesco para reinventar el cuento de "Blancanieves" es un extravagante plan. Pero la intrepidez ha permitido a Pablo Berger mostrar en una amalgama treméndamente estética lo que me apuro en decir que es una película para cinéfilos.

Su buena fotografía, impecable guión y arriesgada apuesta le convierten en una pieza única. Aunque frente a la multipremiada The Artist sea difícil catalogarla de impecable. Presumo, en total especulación, que no constituye una obra para el grueso del público español en su virtuosismo productivo y experimentación creativa. No se trata de un blockbusters. Pero para los amantes del buen cine seguramente esta será una producción con un antes y un después en nuestra memoria.

Josep María Pou en una escena de Blancanieves.

Existe quizá una dimensión simbólica en esta pieza creativa donde se expresa a golpe de tauromaquia y flamenco, rasgos socioculturales de la España rancia, donde la envidia, la picaresca descarada, la pasión andaluza, el sometimiento, la explotación conviven con cierta ansia de libertad y consecuente frustración constante. La analogía tácitamente expresa da lugar a interpretaciones más audaces, a la presencia de un discurso subyacente que expone una realidad política de naciones en pugna por desprenderse del yugo legitimado. Pero eso lo dejamos para los semiólogos y estudiantes de narrativa que seguramente encontraran el hilo que nosotros vemos para tirar de él con más autoridad.


Otra escena con la bellísima Maribel Verdú.









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