Escribe Marcelo Espiñeira.
Luego de haber advertido en algunos medios de comunicación de que formalizaría una denuncia contra miembros del gobierno argentino y dirigentes afines al mismo, el fiscal Alberto Nisman apareció muerto en su domicilio particular el 18 de enero pasado. Exactamente un día antes de acudir a los juzgados para prestar declaración.
El fiscal argentino pretendía denunciar un presunto pacto del ejecutivo con sus pares iraníes que perseguiría cubrir bajo un velo silencioso a los principales sospechosos del atentado perpretado en la sede de la AMIA (mutual judía en Buenos Aires) en julio de 1994. No olvidemos que en aquel ataque terrorista perdieron la vida 86 personas y otras 300 resultaron heridas, y que posteriormente la causa judicial resultó un fiasco que jamás ofreció una versión concluyente de los hechos, aunque dos diplomáticos iraníes fueran señalados como posibles autores intelectuales.
Luego de haber advertido en algunos medios de comunicación de que formalizaría una denuncia contra miembros del gobierno argentino y dirigentes afines al mismo, el fiscal Alberto Nisman apareció muerto en su domicilio particular el 18 de enero pasado. Exactamente un día antes de acudir a los juzgados para prestar declaración.
El fiscal argentino pretendía denunciar un presunto pacto del ejecutivo con sus pares iraníes que perseguiría cubrir bajo un velo silencioso a los principales sospechosos del atentado perpretado en la sede de la AMIA (mutual judía en Buenos Aires) en julio de 1994. No olvidemos que en aquel ataque terrorista perdieron la vida 86 personas y otras 300 resultaron heridas, y que posteriormente la causa judicial resultó un fiasco que jamás ofreció una versión concluyente de los hechos, aunque dos diplomáticos iraníes fueran señalados como posibles autores intelectuales.
El escándalo se propagó rápidamente en Argentina y fronteras afuera, causando una notoria indignación en buena parte de la opinión pública. Las redes sociales y los telediarios del mundo se han hecho eco del que podría considerarse un auténtico crimen de Estado. En contrapartida, el propio gobierno argentino se ha visto desbordado por el alcance de una noticia que no le favorece desde ningún punto de vista y ante la cual sólo ha ofrecido respuestas ambiguas y poco convincentes en un inicio.
La sede destruída de la AMIA en Buenos Aires, el día del atentado del 18 de julio de 1994. |
Probablemente la reacción más enérgica haya sido la de disolver definitivamente a la central de inteligencia del estado, aceptando por acción y omisión que esta entidad no estaba limpia, como tantos periodistas ya habían señalado desde años atrás.
El fiscal desaparecido, en circunstancias que aún se siguen investigando, parece haber abierto una caja de Pandora que dejaría al descubierto una notable crisis institucional. Una situación delicada que sacude fuertemente los cimientos de una sociedad que vuelve a desconfiar del poder político en sus funciones más básicas, como es la de velar por la seguridad de sus propios ciudadanos. Ninguno de los tres poderes -ejecutivo, judicial y legislativo- han acertado a desatar la nauseabunda madeja de la AMIA, a lo largo de 21 años. Ni el amplio arco formado por los políticos opositores, ni los que integran el gobierno o sus socios en el poder, parecen dispuestos a esclarecer este oscuro pasado reciente. Como tampoco los jueces, algunos de los cuales perdieron su credibilidad cuando tomaron cartas en el asunto.
La triste mancha de los trágicos sucesos de la AMIA sigue esparciéndose y ahora ha vuelto a internacionalizarse. No podemos ser injustos y obviar que en aquel atentado yacía un trasfondo del conflicto armado que mantienen Irán e Israel en el mundo, pero tampoco debemos olvidar que los dirigentes argentinos han fracasado en la obligación de impartir justicia a sus propios conciudadanos asesinados. La muerte de Nisman no ha hecho más que actualizar la vergüenza de una derrota colectiva. Ni más, ni menos.
Imágen de la denominada Marcha del Silencio del 18 de febrero de 2015, en Buenos Aires. |
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