Escribe Marcelo Espiñeira.
Siempre se ha atribuído al jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels, la siguiente frase: "Si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en verdad". Así también como la aplicación de un estricto decálogo en el delicado arte de la difusión de los mensajes. La mayoría de estos principios tiende a simplificar los conceptos complejos, crear un enemigo común a los propios intereses, ser contundente en los ataques, apelar a los prejuicios primitivos, exagerar cualquier hecho anecdótico, inundar el espacio con novedades constantes, acallar lo que no conviene y construir una falsa idea de unanimidad.
Siempre se ha atribuído al jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels, la siguiente frase: "Si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en verdad". Así también como la aplicación de un estricto decálogo en el delicado arte de la difusión de los mensajes. La mayoría de estos principios tiende a simplificar los conceptos complejos, crear un enemigo común a los propios intereses, ser contundente en los ataques, apelar a los prejuicios primitivos, exagerar cualquier hecho anecdótico, inundar el espacio con novedades constantes, acallar lo que no conviene y construir una falsa idea de unanimidad.
Tras la experiencia de la última campaña electoral norteamericana, se constata con extrema sencillez que el decálogo nazi de la propaganda continúa más vigente que nunca. La estrategia del presidente electo, Donald Trump, utilizó cada una de estas premisas hasta el punto de provocar estupor y rubor a muchos norteamericanos que no consiguen explicarse todavía como un candidato puede acceder a la presidencia de la superpotencia basando su discurso en una enorme montaña de mentiras descaradas. Es cierto que ningún mensaje político está exento de exageraciones o medias verdades apuntaladas con un trozo de celo, pero el de Trump traspasó los límites del decoro, teniendo en cuenta que la norteamericana es una democracia madura.
La difusión de las peores mentiras de Trump corrieron a través de la Red y poco tiempo han tardado sus principales actores en reaccionar públicamente. El primero en anunciar un plan de choque contra la profusión de noticias falsas en su plataforma ha sido Mark Zuckerberg, el mandamás de Facebook. Fiel a su estilo, presentó una serie de medidas correctivas, de orden informático, que a su juicio evitará que los mentirosos se beneficien de la publicidad por el tráfico generado en Facebook. Según Zuckerberg, si no pueden cobrar nada por alimentar la web con falsedades, pronto dejarán de hacerlo. Google también se ha apuntado al control de la veracidad con otro plan similar.
En este sentido, The New York Times presentó el caso de un estudiante de informática georgiano que probó a montar una web de apoyo a Hillary Clinton que no generó el tráfico esperado. Luego, diseñó una nueva con noticias reales y otras completamente falsas que favorecía a Trump para ver que funcionaba de inmediato. Muchos más descubrieron en diversos puntos del planeta que escribir sobre el republicano era una “mina de oro” y alimentaron este fenómeno preocupante y descarado. Interrogado por un periodista del NYTimes, el georgiano Bega Latsabidze señaló que su único incentivo era ganar dinero de Google Ads, atrayendo a la gente desde Facebook hacia sus sitios web.
La economía inescrupulosa de Internet en su máxima expresión, utilizando el legado de Goebbels para intentar llegar a fín de mes. Así de esperpéntico puede resultar el mundo virtual en el que nos movemos hoy, ya que algunos datos han demostrado que los artículos falaces aparecidos online y en redes sociales habían tenido un alcance mayor que los publicados por medios convencionales durante la campaña electoral norteamericana.
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