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UN DIOS SALVAJE, el gran regreso de Polanski.


Una crítica de Lilian Rosales de Canals.


Con esta hilarante comedia negra regresa un Roman Polanski (Paris, 1933) más desenfadado del ostracismo al que la justicia le tenía confinado en Suiza y de una notable pausa en su carrera.


Dos días después de que la ministra de justicia suiza pusiera fin a su arresto domiciliario anunció que llevaría a la gran pantalla la versión de la obra de teatro homónima "Un dios Salvaje", escrita por la autora parisina de origen judío sefardí Yasmina Reza.



“Civilizadamente”
"Un Dios Salvaje" cuenta la historia de dos parejas que intentan resolver "civilizadamente" un conflicto generado tras la disputa de sus hijos que ha dejado por saldo dos dientes rotos. El encuentro que se inicia políticamente correcto se transforma progresivamente en caos cuasi terapéutico y catártico.



Cada matrimonio juzga al otro en su forma de hacer de padres, alcanzando verdaderos extremos de agresividad en los que se apoya el director para hacer comedia. Nadie es lo que aparenta ser al fin y al cabo. 





Mientras cada personaje lleva agua a su propio molino, se diluyen las buenas intenciones y se abandona a un lejano plano la causa del encuentro. Al final, se discute sobre quién ocupa el escalón moral más alto, mientras todos paradójicamente descienden por la puerta de atrás en su propia degradación a ritmo vertiginoso.


En esta interacción se desvela la cárcel que puede ser  un pacto de pareja, se construyen nuevas alianzas de género, se evidencia la competencia femenina y fluye alegremente la violencia, la frustración contenida,  las quejas inter-genéricas.

Cuatro personajes
Aunque esta adaptación resulta descafeinada para algunos conocedores de la pieza original de teatro que le inspira (donde priva el dramatismo en las escenas con visos de violencia incorporada) esta pieza cinematográfica hace que el texto adquiera otra dimensión en cuatro impecables actuaciones. 


El peso dramático está sostenido de manera fantástica por Kate Winslet, Christoph Waltz, Jodie Foster y John C. Reill, cuyos diálogos se articulan magistralmente tejiendo una verdadera historia, compleja e intensa. Con cada gesto, cada palabra se acopla a una nueva secuencia de ideas, como si se tratara de un mecanismo de relojería perfectamente engranado. Los diálogos bordan de principio a fin las escenas de las que más vale no despistarse.

Es la actuación la que sostiene como un coloso esta obra que adolece de todo recurso extra en la que no existen efectos especiales: luz y sonido tan solo están al servicio de la atmósfera adecuada. Tampoco encontramos momentos grandiosos ni una escenografía grandilocuente. Son cuatro extraordinarios actores dotados de histriónicos diálogos debatiendo entre cuatro paredes acerca de la dicotomía inherente a la existencia humana, donde todos somos educados y vulgares, controlados y violentos, perversos y bondadosos, morales e inmorales, dados a la honestidad y prestos a la falsedad. Cuatro personajes encerrados en un microcosmos opresivo  que no tarda en hacer saltar por los aires un mundo de valores en apariencia inquebrantables.

El dramatismo lineal va incorporando al público en el conflicto que se teje e intenta destejerse sin conseguirlo.  Su ritmo sostenido e in crescendo da paso a la reflexión desde la risa. Cambios de humor y de posturas, opiniones encontradas, aparentes pactos de pareja se rompen y reconvierten.

El director Roman Polanski y los cuatro actores de Un Dios Salvaje.

El confinamiento como catalizador
La historia transcurre casi enteramente en una misma locación: una habitación, salvo al inicio y al cierre, así como un par de planos por oxígeno en el pasillo, para matizar el ritmo que se ha obtenido mediante largos planos de secuencia, sin elipsis alguna.

"Era una especie de confinamiento, en una habitación, pero con un montón de gente y mucho equipo, así que el uso del espacio estaba estudiado hasta el más mínimo detalle" - señaló Waltz-  lo que se convirtió en un plus para Polanski en tanto que los actores se empaparon de cada frase, cada movimiento y trabajaron íntimamente con el equipo. 


Carnage (su título original) es posiblemente un pretendido reclamo hacia aquello que puede parecernos habitual y reprobable en las relaciones con los demás: desde una posición cómoda, ya sea económica, social o moral, es bastante fácil juzgar a otros. Pero con regularidad bajo la apariencia de los formalismos y buenas prácticas, se esconden muchos trapos sucios custodiados con cinismo. Es este rasgo de nuestra cultura occidental, basado en el culto al ego, lo que finalmente hace de las suyas entre sus protagonistas.

Aunque el film cumpla su función narrativa y hasta de denuncia no nos dejemos engañar en razón de ser una novedad temática. Tanto El Ángel Exterminador de Buñuel, El Método de Marcelo Piñeyro  hasta la obra de William Golding llevada al cine, El Señor de las moscas,  se han construido como una alegoría de la naturaleza humana que aflora tras la obligada convivencia. En Carnage el encierro se convierte en un agente que acelera la aparición de rasgos ocultos, los cuatro personajes dejan asomar ese dios salvaje que todos llevamos dentro cuando perseguimos la "justicia particular".

A pesar de las pocas luces de este recurso, el público siempre parece sentir un gusto especial por ver las propias bajezas desde la barrera, como quien contempla un capítulo de Gran Hermano en versión  artística.


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