Una crítica de Lilian Rosales de Canals.
La lista de producciones cinematográficas que abordan la problemática de las barriadas latinoamericanas es enorme. Basta con revisar el catálogo para darse un atracón. Sus formulas narrativas y los códigos estéticos que le definen desde su origen en el llamado Nuevo Cine Latinoamericano le convirtieron en el espejo de una sociedad herida por la miseria, doliente y maltrecha por las desigualdades. La angustia que deriva de ello y cierto afán por la denuncia, unió solidariamente a muchos autores del continente desde 1960. Sin embargo su excesivo localismo, intelectualidad y lenguaje narrativo independiente, le convertiría en una apuesta riesgosa (comercialmente hablando) y le impediría cruzar toda frontera. Anquilosados en sus países muchos títulos duermen sin proyectar su voz más allá del propio continente.
El director argentino Pablo Trapero (Buenos Aires, 1971) ha conseguido trascender estos viejos escollos, rescatar temáticas marginales y llevarlas con cierto virtuosismo a un lenguaje cinematográfico comercial, pero sin ceder al facilismo de sus exigencias. Es el caso de Leonera, Carancho o Elefante Blanco, su último film, donde de nuevo repite junto al actor más prolífico del cine argentino, Ricardo Darín (Buenos Aires, 1957), y la también reconocida actriz Martina Gusmán (Buenos Aires, 1978), en sendos papeles protagónicos. Una dupla que ya cosechó vítores bajo su dirección y como cabeza de cartel se convierte en la mejor promesa de la producción cinematográfica junto a Jérémie Renier (Bruselas, 1981), el actor belga que ha crecido con los hermanos Dardenne.
La producción hispano-argentina Elefante Blanco es una historia aleccionadora y un retrato del drama social que trasciende la mirada asfixiante de la miseria y el tratamiento casi apológico del delito, propio también del cine de denuncia, aunque retrotrae estéticamente el ambiente frenético y plagado de caos que subsiste en un sinnúmero de barriadas pobres brotadas por toda la geografía latinoamericana. Pero desde aquel montón de escombros visuales, basura, barro y enseres corroídos, el autor rescata la vida de sus habitantes hasta hacernos comprender la dimensión humana de aquellos cuya suerte les ha condenado a una durísima prueba: encontrar el sentido de la vida cuando todo apunta a la destrucción. La cinta cuenta una historia de positivos intangibles: sueños, renovaciones, ilusiones, tesón… en el contradictorio submundo donde parecen derrumbarse a diario los aspectos sutiles, pero imprescindibles de la existencia correteada por la muerte. Dota de otro sentido a la realidad, habla de la otredad: una realidad tan legítima como la oficial, a la cual se puede acceder solo desde adentro.
Ruina como metáfora
Hundida en lo más bizarro de Buenos Aires relata la digna labor social que desarrollan los curas tercermundistas, un grupo minoritario y casi imperceptible del catolicismo, que es preciso reinvindicar ante el desprestigio de la institución.
El rescate del padre Nicolás (Jéremie Renier) de la selva amazónica peruana donde ejercía su labor pastoral, marca el inicio de esta narración. Su reencuentro con Julián (Ricardo Darín), párroco del barrio de chabolas Ciudad Oculta, pone el contador a cero en la tarea que emprenderán junto a la trabajadora social Luciana (Martina Gusmán) y a personas cuya vocación por ayudar supera su propia existencia, para librar una lucha contra la desesperanza, los bandos en choque por el tráfico de drogas, la jerarquía de la iglesia, el gobierno inoperante y hasta las fuerzas del orden policial en la idea de salvar un compromiso de solidaridad, con la paz y con el sentido común.
Elefante Blanco es una metáfora del emblemático esqueleto que se levanta en el límite de Ciudad Oculta. Obra faraónica proyectada en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios que pretendía ser el hospital más grande de América Latina y que fuera abandonado a medio construir para convertirse en el dormitorio de los sin techo, inmigrantes, yonquis y narcos. Es en esa locación, con ajustes de producción, donde se rueda parte importante de la película, aprovechando su condición de símbolo viviente del hacer y deshacer de las políticas argentinas, cuyas víctimas finales han sido y continúan siendo seres humanos sin recursos.
Pero el verdadero trasfondo del film o su excusa es el homenaje que se pretende rendir al padre Carlos Mugica del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, forjador de una encomiable labor solidaria entre los años 60 y 70, y que sería asesinado en 1974.
Tan comercial como independiente
En esta zona fronteriza entre lo comercial y el cine independiente, entre la visceralidad y la reflexión, reservada en el cine argentino para él, Trapero se mueve excepcionalmente bien. Su mirada rigurosa respeta el entorno y le da el tratamiento adecuado para traducir a un concepto inteligible aquel sombrío territorio en un intento perfectamente lícito. A costa de perder cierta frescura el director alcanza la madurez narrativa y estética mediante la exposición de sus ideas sin artificios.
El relato es lo suficientemente sólito, creíble y de muy buena factura, salvo por algún detalle excepcional que interpretamos fallido. Su problema fundamental radica en el guión. La referencia narrativa que da inicio a la historia parece innecesaria y absolutamente prescindible. Es incompresible el interés clave que pudiere tener el traslado del padre Julián y todas las escenas ambientadas en el Amazonas en el marco global del relato, quedando pues como mera anécdota.
Pese a este puntual señalamiento, Elefante Blanco goza de una interesante construcción narrativa. Empieza y termina de la misma manera, sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y a la banda sonora, llantos, rezos o gemidos en lugar de palabras. Trapero recurre a la fuerza intrínseca de las imágenes y en este sentido, la mirada visceral resulta fundamental para que el espectador sea un habitante más de aquel espacio. Cada plano y cada movimiento tienen convicción, potencia y carga emotiva y nos recuerda la frase de Jean Luc Godard: "un movimiento de cámara no es cuestión de técnica sino de moral".
En un laberinto de chapas y callejones se filma con destreza técnica y sensibilidad los rituales de la villa, la balacera y la protesta enardecida, que conviven a dos pasos del bautismo y lo festivo. Los planos surgen entonces dúctiles y acompasados. Las actuaciones, tanto secundarias como principales, son espontáneas, expresivas y reales, difícil reunir tal extraordinario manejo actoral en la participación de un grueso número de no profesionales. En términos globales la puesta en escena traduce tensión y estremecedora naturalidad.
La lista de producciones cinematográficas que abordan la problemática de las barriadas latinoamericanas es enorme. Basta con revisar el catálogo para darse un atracón. Sus formulas narrativas y los códigos estéticos que le definen desde su origen en el llamado Nuevo Cine Latinoamericano le convirtieron en el espejo de una sociedad herida por la miseria, doliente y maltrecha por las desigualdades. La angustia que deriva de ello y cierto afán por la denuncia, unió solidariamente a muchos autores del continente desde 1960. Sin embargo su excesivo localismo, intelectualidad y lenguaje narrativo independiente, le convertiría en una apuesta riesgosa (comercialmente hablando) y le impediría cruzar toda frontera. Anquilosados en sus países muchos títulos duermen sin proyectar su voz más allá del propio continente.
El director argentino Pablo Trapero (Buenos Aires, 1971) ha conseguido trascender estos viejos escollos, rescatar temáticas marginales y llevarlas con cierto virtuosismo a un lenguaje cinematográfico comercial, pero sin ceder al facilismo de sus exigencias. Es el caso de Leonera, Carancho o Elefante Blanco, su último film, donde de nuevo repite junto al actor más prolífico del cine argentino, Ricardo Darín (Buenos Aires, 1957), y la también reconocida actriz Martina Gusmán (Buenos Aires, 1978), en sendos papeles protagónicos. Una dupla que ya cosechó vítores bajo su dirección y como cabeza de cartel se convierte en la mejor promesa de la producción cinematográfica junto a Jérémie Renier (Bruselas, 1981), el actor belga que ha crecido con los hermanos Dardenne.
La producción hispano-argentina Elefante Blanco es una historia aleccionadora y un retrato del drama social que trasciende la mirada asfixiante de la miseria y el tratamiento casi apológico del delito, propio también del cine de denuncia, aunque retrotrae estéticamente el ambiente frenético y plagado de caos que subsiste en un sinnúmero de barriadas pobres brotadas por toda la geografía latinoamericana. Pero desde aquel montón de escombros visuales, basura, barro y enseres corroídos, el autor rescata la vida de sus habitantes hasta hacernos comprender la dimensión humana de aquellos cuya suerte les ha condenado a una durísima prueba: encontrar el sentido de la vida cuando todo apunta a la destrucción. La cinta cuenta una historia de positivos intangibles: sueños, renovaciones, ilusiones, tesón… en el contradictorio submundo donde parecen derrumbarse a diario los aspectos sutiles, pero imprescindibles de la existencia correteada por la muerte. Dota de otro sentido a la realidad, habla de la otredad: una realidad tan legítima como la oficial, a la cual se puede acceder solo desde adentro.
Ruina como metáfora
Hundida en lo más bizarro de Buenos Aires relata la digna labor social que desarrollan los curas tercermundistas, un grupo minoritario y casi imperceptible del catolicismo, que es preciso reinvindicar ante el desprestigio de la institución.
El rescate del padre Nicolás (Jéremie Renier) de la selva amazónica peruana donde ejercía su labor pastoral, marca el inicio de esta narración. Su reencuentro con Julián (Ricardo Darín), párroco del barrio de chabolas Ciudad Oculta, pone el contador a cero en la tarea que emprenderán junto a la trabajadora social Luciana (Martina Gusmán) y a personas cuya vocación por ayudar supera su propia existencia, para librar una lucha contra la desesperanza, los bandos en choque por el tráfico de drogas, la jerarquía de la iglesia, el gobierno inoperante y hasta las fuerzas del orden policial en la idea de salvar un compromiso de solidaridad, con la paz y con el sentido común.
Ricardo Darín y Jéremie Renier en una escena de Elefante Blanco. |
Elefante Blanco es una metáfora del emblemático esqueleto que se levanta en el límite de Ciudad Oculta. Obra faraónica proyectada en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios que pretendía ser el hospital más grande de América Latina y que fuera abandonado a medio construir para convertirse en el dormitorio de los sin techo, inmigrantes, yonquis y narcos. Es en esa locación, con ajustes de producción, donde se rueda parte importante de la película, aprovechando su condición de símbolo viviente del hacer y deshacer de las políticas argentinas, cuyas víctimas finales han sido y continúan siendo seres humanos sin recursos.
El padre Carlos Mugica. |
Pero el verdadero trasfondo del film o su excusa es el homenaje que se pretende rendir al padre Carlos Mugica del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, forjador de una encomiable labor solidaria entre los años 60 y 70, y que sería asesinado en 1974.
Tan comercial como independiente
En esta zona fronteriza entre lo comercial y el cine independiente, entre la visceralidad y la reflexión, reservada en el cine argentino para él, Trapero se mueve excepcionalmente bien. Su mirada rigurosa respeta el entorno y le da el tratamiento adecuado para traducir a un concepto inteligible aquel sombrío territorio en un intento perfectamente lícito. A costa de perder cierta frescura el director alcanza la madurez narrativa y estética mediante la exposición de sus ideas sin artificios.
El relato es lo suficientemente sólito, creíble y de muy buena factura, salvo por algún detalle excepcional que interpretamos fallido. Su problema fundamental radica en el guión. La referencia narrativa que da inicio a la historia parece innecesaria y absolutamente prescindible. Es incompresible el interés clave que pudiere tener el traslado del padre Julián y todas las escenas ambientadas en el Amazonas en el marco global del relato, quedando pues como mera anécdota.
Pese a este puntual señalamiento, Elefante Blanco goza de una interesante construcción narrativa. Empieza y termina de la misma manera, sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y a la banda sonora, llantos, rezos o gemidos en lugar de palabras. Trapero recurre a la fuerza intrínseca de las imágenes y en este sentido, la mirada visceral resulta fundamental para que el espectador sea un habitante más de aquel espacio. Cada plano y cada movimiento tienen convicción, potencia y carga emotiva y nos recuerda la frase de Jean Luc Godard: "un movimiento de cámara no es cuestión de técnica sino de moral".
En un laberinto de chapas y callejones se filma con destreza técnica y sensibilidad los rituales de la villa, la balacera y la protesta enardecida, que conviven a dos pasos del bautismo y lo festivo. Los planos surgen entonces dúctiles y acompasados. Las actuaciones, tanto secundarias como principales, son espontáneas, expresivas y reales, difícil reunir tal extraordinario manejo actoral en la participación de un grueso número de no profesionales. En términos globales la puesta en escena traduce tensión y estremecedora naturalidad.
Podría ser objetable el romance de Martina Gusmán y Renier, altamente previsible, pese a ello resulta bien integrado a la trama, tal vez con la idea de convocar cierto morbo del espectador como parte de su gancho comercial.
La realidad de la villa aparece maquillada, reducido su sentido perverso y trágico, quebrados ciertos prejuicios que echan mano de reiteraciones ancladas en la realidad. Difícil cuestionar este aspecto pero pareciera imposible entender las relaciones en extremo armónicas y respetuosas entre delincuentes y sacerdotes, por ejemplo. Renunciar al apego extremo a la realidad podría ser el coste y el mérito de dibujar con perfecto equilibrio estético la brutal realidad, librándose de excesos.
Lo profano y lo sagrado quedan relegados a un segundo plano donde lo humano y ético resultan lo auténtico y viable. Este choque irrenunciable y real se hace música. Y entonces el misticismo barroco de Michael Nyman entra en convivencia con un tema de Intoxicados o una cumbia de Damas Gratis.
Recuperar la dignidad colectiva
La película de Trapero es cruda, impacta y moviliza, conmueve y estimula, mientras saca a la luz esa "ciudad oculta" que muchos intentan preservar alejada de sus miradas. Y aunque muestra que en aquel lugar la vida tiene un valor casi nulo, la tarea de refaccionar el emblemático edificio es la alegoría de una recuperación de la dignidad colectiva, de la resolución del drama individual material, pero también existencial, en contra del mal presagio que dejan aquellas callejuelas infestadas de atropello y ferocidad.
En los días anteriores al estreno de Elefante Blanco en España, el director Pablo Trapero nos concedió esta entrevista en exclusiva.
Elefante Blanco reivindica claramente la figura del padre Mugica, ¿cómo surgió esta necesidad?
PABLO TRAPERO: Tenía muchas ganas de hacer una película en la villa, ganas de contar una historia sobre el trabajo que muchas personas realizan anónimamente en estos lugares, y por supuesto desde los personajes protagónicos que son los dos curas, pero también con mucha otra gente que ayuda desinteresadamente a los vecinos del barrio.
Háblame sobre el proceso de documentación.
PABLO TRAPERO: Un año antes de comenzar a escribir el guión, entrevistamos a curas que trabajaban en estos barrios, a asistentes sociales y tratamos de empaparnos al máximo de la historia de estos barrios y sus vecinos. Creo que la película recorre las diferentes realidades que se cruzan en estas barriadas, no solamente habla del trabajo de estos curas.
El retrato que consigues de estos dos curas resulta muy humano.
PABLO TRAPERO: He procurado que a estos dos curas los podamos sentir muy cercanos, sobre todo porque tienen tantos matices y vienen de realidades muy distantes. Me interesó mostrar sus diferencias en la manera de enfrentarse a la gente y que sin embargo sus trabajos resulten complementarios. Es posible que esto ayude a verlos más humanos, cuando los curas habitualmente pueden parecernos personajes de ficción, tanto como los policías, los médicos o los abogados. Solemos hablar de ellos de una manera general y nos olvidamos de las personas que hay detrás.
El director Pablo Trapero y el actor Ricardo Darín durante el rodaje de Elefante Blanco. |
¿Se corresponde en algo con la realidad que estos curas se lleven bien con los vecinos de las villas?
PABLO TRAPERO: Como se puede ver en la película, parte de esta convivencia es buena y otra no tan buena. Los curas que trabajan en las villas saben bien que hay calles que no pueden pisar o que en algunos horarios no se puede pasar por tal lugar. Si no cumplen estas reglas, la convivencia se complica claramente. Esos códigos los tienen que aprender todos los que viven la villa, como también los tuvimos que aprender nosotros cuando entramos a rodar.
¿Cómo afectaron el rodaje estos códigos?
PABLO TRAPERO: No afectaron a la película, en realidad filmar allí dentro nos abrió muchas posibilidades. Por supuesto que no íbamos a rodar en una cocina de paco de verdad, tuvimos que reconstruirla y armar un decorado. Más allá de los códigos, a esos lugares no queríamos ir (se ríe).
Podríamos decir que los narcos del barrio no les pusieron trabas a la hora de rodar.
PABLO TRAPERO: Con ellos no tuvimos contacto alguno y supongo que tendrían preocupaciones más importantes que nuestra presencia allí, ya que lo nuestro trabajo pertenece al mundo de la ficción. Para trabajar allí pedimos autorización a los vecinos y luego de mucho tiempo de preparar a la gente, incluso para ver quienes iban a actuar. Fue un proceso de integración mutua entre el barrio y la película. Fue muy conmovedora la respuesta de la gente, el deseo de participar, las ganas de sentirse escuchados, el agradecimiento hacia todo el equipo, hacia la película en general. Esto se dio desde el primer día y si no hubiera sido así, la película no se podría haber hecho.
Martina Gusmán y Ricardo Darín. |
¿Los vecinos te pedían explicaciones sobre el guión o sobre la imagen del barrio que mostrarías en tu película?
PABLO TRAPERO: No y tampoco es posible que una película de hora y media consiga reflejar la realidad de una villa. Este es un film que pretende acercar el tema, pero sería un error pensar que puede describir de una manera objetiva lo que sucede en una villa. No todas las villas son iguales, ni todos los vecinos piensan igual, ni tampoco tienen las mismas preocupaciones o los mismos deseos. Hay quienes consideran un progreso vivir allí y otros, una desgracia. Para algunos que vienen de situaciones mucho más dramáticas, la villa significa estar cerca de una escuela o un hospital, y otros que se cayeron de la clase media lo ven muy diferente. Justamente lo más atractivo de una villa es esa variedad, esa diversidad con la que allí te puedes topar, no es un grupo de gente uniforme.
Luego de filmar esta película, ¿qué prejuicio has superado en lo personal?
PABLO TRAPERO: Los que vivimos fuera de estos barrios, estigmatizamos mucho al villero. Cuando llegas allí y hablas con ellos, o comienzas a comprender sus anhelos o sus sueños individuales, te encuentras con que todo es muy diferente a lo que habíamos leído en los periódicos o nos había contado alguien. Creo que hay mucha hipocresía alrededor de todo esto, porque muchos miran a la villa con desconfianza, pero luego contratan a sus vecinos para hacer chapuzas o para limpiar sus casas. Hay una extraña convivencia entre la villa y el exterior. Me ha sido muy grato conocer a vecinos que se esfuerzan cada día por tener una vida lo más digna posible, con los pocos recursos que tienen a su alcance. Y aunque suene a cliché, la gran mayoría de la gente villera es honesta y trata de tener una vida decente. Siempre es bueno enterarse o confirmar que esta gente está padeciendo una dura realidad de la que todos somos un poco cómplices.
El sepelio de un narcotraficante en la barriada retratada en Elefante Blanco. |
Elefante Blanco ha sido estrenada el 13 de julio en los cines de España.
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