Escribe Marcelo Espiñeira.
Observador ácido y crítico como probablemente ningún compatriota de su generación, el escritor valenciano Rafael Chirbes (1949-2015) supo descifrar a través de los personajes de sus imprescindibles novelas, una buena parte del código fallido de su época. Firme denunciante de la transacción de ideales por dinero, que en sus propias palabras había significado la “transición” española, Chirbes supo ver lo que iría a suceder años antes de que aconteciera. Por este motivo sorprendió su “Crematorio” editada en 2007 y ambientada en la bacanal del ladrillazo que predijo como una desgracia social.
Ya en 2013, “En la orilla” se convirtió en la radiografía más exacta de la desolación instalada en una sociedad hecha jirones por la crisis. Su fallecimiento, ocurrido el 19 de agosto pasado, deja un vacío importante en las letras hispanas. Un espacio que supo ocupar con la mayor humildad posible, alejado de aquello que él denominaba la “burbuja de la cultura”, ese entramado donde el poder y la intelectualidad se funden con peligro para la dignidad del arte.
Un entorno que el autor describió en “La buena letra” (1992) y al que nunca quiso pertenecer por convicción. El mismo impulso que lo guiaba hasta el bar de la esquina cercana para dejarse seducir por mil historias cotidianas y seguir con los pies sobre la misma tierra que lo viera nacer y morir.
Observador ácido y crítico como probablemente ningún compatriota de su generación, el escritor valenciano Rafael Chirbes (1949-2015) supo descifrar a través de los personajes de sus imprescindibles novelas, una buena parte del código fallido de su época. Firme denunciante de la transacción de ideales por dinero, que en sus propias palabras había significado la “transición” española, Chirbes supo ver lo que iría a suceder años antes de que aconteciera. Por este motivo sorprendió su “Crematorio” editada en 2007 y ambientada en la bacanal del ladrillazo que predijo como una desgracia social.
Ya en 2013, “En la orilla” se convirtió en la radiografía más exacta de la desolación instalada en una sociedad hecha jirones por la crisis. Su fallecimiento, ocurrido el 19 de agosto pasado, deja un vacío importante en las letras hispanas. Un espacio que supo ocupar con la mayor humildad posible, alejado de aquello que él denominaba la “burbuja de la cultura”, ese entramado donde el poder y la intelectualidad se funden con peligro para la dignidad del arte.
Un entorno que el autor describió en “La buena letra” (1992) y al que nunca quiso pertenecer por convicción. El mismo impulso que lo guiaba hasta el bar de la esquina cercana para dejarse seducir por mil historias cotidianas y seguir con los pies sobre la misma tierra que lo viera nacer y morir.
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