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NUCLEARES. Lo barato puede salir caro

Escribe Marcelo Espiñeira.

Es más que probable que la mayoría de nosotros no recordemos o no sepamos que hace treinta años atrás, el 26 de abril de 1986, ocurriera un accidente nuclear devastador en la localidad ucraniana de Chernóbil. El todavía considerado como peor desastre atómico de la historia, solo ha sido igualado en su magnitud (accidente mayor o de nivel 7) por el acontecido en la central de Fukushima tras el terrible tsunami del 11 marzo de 2011.

Los expertos estiman que la explosión en Chernóbil emitió 100 veces más radiación que las bombas arrojadas por la aviación norteamericana sobre
las ciudades japonesas de Nagasaki e Hiroshima en agosto de 1945. Mientras que aquellos tristemente célebres proyectiles lanzados desde el aire contenían unos 6,2 kilos de plutonio cada uno, el reactor número cuatro que explotó en Ucrania tenía unas 180 toneladas de combustible nuclear del que un 2% (3.600 kilos) era uranio puro. Por este motivo, a día de hoy y durante los próximos mil años, una extensa área de 30 kms alrededor de la central siniestrada debería mantenerse deshabitada, por ser una zona con alto nivel radiactivo de consecuencias nefastas para la salud de las personas.

Imagen aérea luego de la explosión del reactor nro. 4 en la planta nuclear de Chernobil, Ucrania, en 1986.
Tras el incidente de Chernóbil, el desarrollo de la industria nuclear sufrió una transitoria paralización que en pocos años se recuperó tras considerarlo la excepción a la regla. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las grandes potencias vencedoras se entregaron en la carrera atómica. Óbninsk fue la pequeña ciudad de la Unión Soviética que tuvo el honor de inaugurar la primera central civil para generar electricidad en el año 1956. Desde entonces hasta nuestros días, esta energía ha tenido un desarrollo sostenido. Se debe tener en cuenta que existen 428 centrales nucleares activas en el mundo, destacando las 104 instaladas en territorio norteamericano, 58 en Francia, 44 en Japón, 33 en Rusia, 23 en Corea del Sur, 20 en Canadá, 20 en India, 18 en Reino Unido y 17 en China. Los franceses destacan por ser fuertes impulsores de esta tecnología al generar el 75% de su electricidad por esta vía. En comparación a la gran apuesta de los galos, EEUU sólo abastece el 19% de su consumo eléctrico con esta energía, Japón y el Reino Unido, un 18% y los chinos, un anecdótico 2%. 


En el otro extremo, Sudamérica y África, con 4 y 2 reactores respectivamente, podrían ser consideradas las zonas de nuestro planeta menos expuestas a este tipo de energía. Tan solo superada por Australia, que no dispone de ninguna central instalada en su vasto territorio pese a ser el tercer productor mundial de uranio y poseer el 31% de las reservas mundiales de este mineral en sus minas.

Explotación a cielo abierto de una mina de uranio en Ranger, Australia.

Lejos de los extremos, España puede considerarse un país importante en cuanto al desarrollo nuclear. Seis centrales contamos a través de su geografía continental, con un aporte a la generación eléctrica cercano al 20%. En la provincia de Tarragona se hallan dos centrales y tres reactores (Ascó, Ascó II y Vandellós II), dos reactores más en Cáceres (Almaraz I y Almaraz II), otro en Guadalajara (Trillo) y el último en Valencia (Cofrentes). El sexto sería el de Garoña (Burgos), el más antiguo de todos, inaugurado en 1971 e inactivo desde 2013, aunque el gobierno de Rajoy apoye ahora la extensión de su vida útil por diez años más, basándose en el plan propuesto por la empresa propietaria Nuclenor, una compañía participada por Iberdrola (50%) y Endesa (50%).

Las negociaciones para prorrogar los 40 años de vida útil recomendados para estas instalaciones se han transformado en algo habitual en este lucrativo sector. El elevado coste que significa el desmantelamiento de las centrales y el correcto almacenamiento de los residuos provoca que tanto gobiernos como empresas privadas se vean en la tentación de posponer el apagón de los reactores. Es casi seguro que este sea el principal inconveniente que ha traído aparejado la proliferación de la energía nuclear entre los países desarrollados. Al margen de la posibilidad cierta de que se repitieran accidentes como los de Chernóbil o Fukushima, el proceso normal de obsolescencia de las centrales suele poner a los propietarios y a las administraciones en serio problemas financieros. Otro aspecto que condiciona el cierre de las centrales es la pérdida asociada de miles de empleos en zonas que se han convertido estrictamente dependientes de su funcionamiento. Por lo general, cuando se eligen las locaciones para la instalación de los reactores se tiene en cuenta la baja densidad de población o el escaso desarrollo de la zona. Transcurridos los cuarenta o cincuenta años de rigor, el inevitable cierre se transforma en un dolor de cabeza para muchos que ven como los beneficios se convierten en gastos fuera de todo control o la pérdida del trabajo de toda la vida.

Interior de una sala de monitoreo del reactor nuclear de Garoña, el más antiguo en España.
Contra este defecto inherente a la utilización de la generación atómica, sus impulsores argumentan que esta es la fuente de energía más potente, menos contaminante y más barata que hayamos podido desarrollar. En comparación con la térmica que utiliza el carbón o derivados del petróleo para la generación eléctrica y expulsa ingentes cantidades de CO2 a la atmósfera, la nuclear es una energía mucho más eficiente y, en teoría, menos perjudicial para el planeta. Si bien, las renovables son indudablemente menos contaminantes, todavía se quedan bastante cortas a la hora de producir los kilovatios necesarios para satisfacer nuestro insaciable apetito eléctrico. 


La disyuntiva está planteada desde hace décadas. ¿Más o menos reactores? Los movimientos sociales antinucleares tienen argumentos de sobra que justifican la prohibición o la simple paralización de la construcción de nuevas unidades por parte de los estados. Consideran a esta industria extremadamente dañina para la salud de la Tierra y las personas, no sin justa razón. En esta dirección, vale recordar que el delicado manejo de los residuos atómicos generados cuando se agota el combustible utilizado por los reactores, es otra fuente de posibles accidentes que no se desactivaría en los próximos miles de años, comprometiendo a las generaciones venideras. Por lo general, el peligro inminente de que catástrofes naturales incontrolables como los terremotos vuelvan a generar otro desastre como el sufrido en Fukushima en 2011, justifica un comprensible rechazo hacia las nucleares. 

Protesta de activistas antinucleares de Greenpeace contra la prórroga de la central de Garoña.
En la acera de enfrente, se sitúan las empresas del sector energético que defienden su actividad por considerarla la más regulada y monitoreada de todas, lo cual le otorgaría cierto status de máxima seguridad. Es evidente que tras un manto de secretismo y medidas de prevención extrema, las energéticas aprovechan para fijar sus posiciones en el mercado. Figura dentro de sus intereses conservar los jugosos beneficios obtenidos durante los años de vida de sus reactores, como también los contratos suscritos con las administraciones, que por lo general incluyen polémicas cláusulas que las eximen de asumir pérdidas importantes en caso de accidentes o durante el oneroso proceso de desmantelamiento de una central. Del mismo lado que las empresas, suelen posicionarse muchos ciudadanos residentes en los pueblos cercanos a las plantas, por quedar muy expuestos económicamente luego del cierre de una central. 


En este contexto, con las energías alternativas todavía en tren de desarrollo, el lobby de las nucleares presiona para renovar su estancia y redoblar el protagonismo en el mercado eléctrico. Al mismo tiempo, el desafío representado por la inevitable acumulación de residuos tóxicos condiciona esta apuesta hasta hacerla practicamente inaceptable. Así se entiende a la política energética adoptada recientemente por el gobierno francés, que de manera ambiciosa y decidida pretende apostar por el crecimiento del sector eólico y solar en las próximas décadas. Una decisión que ha encontrado un fuerte y comprensible rechazo entre los que hasta ahora dominaban la generación eléctrica en el país vecino. 


En nuestro país, al contrario que en Francia, el dimitido ministro José Manuel Soria (salpicado por las filtraciones de los Panama Papers) maniobró estos últimos años a favor de la continuidad del envejecido sector nuclear local. Pero lo hizo de manera interesada y velada, ya que chantajeó a la opinión pública con su versión de que la construcción de un cementerio nuclear en Cuenca era condición inapelable para la continuidad de las centrales. Lo cual es totalmente discutible ya que existen proyectos alternativos y más baratos de almacenamiento en seco de los residuos tóxicos en las mismas instalaciones de las plantas. Una opción menos peligrosa y mucho más asumible desde un punto de vista económico. Sin embargo, el ministro partidario de la construcción del cementerio que centralizaría la manipulación del material radiactivo en España y obligaría al transporte del mismo, ligó el fracaso de esta propuesta al futuro cierre de todos los reactores y su inmediata repercusión en la factura eléctrica de los consumidores finales. Incluso llegó a cifrar este hipotético aumento en el 30% del precio. Es importante remarcar que este mismo gestor no dudó en enterrar al sector de las renovables con la quita de primas y una nueva legislación que penaliza el autoabastecimiento por esta vía.

La organización Greenpeace denunció que cada año, 40 convoyes con residuos de las centrales nucleares atravesarían 216 municipios en su ruta hasta el Almacén Temporal Centralizado (ATC), como se denominaría al depósito de deshechos atómicos que planean instalar en la localidad de Villar de Cañas (Cuenca). Pendiente de aprobación, este proyecto pondría en peligro a todas las poblaciones por donde pasaran los residuos, por el inevitable peligro de accidentes que supone el transporte en contenedores, ya que los utilizados para trasladar estos materiales no son invulnerables, no soportan una caída libre de más de nueve metros de altura y en caso de incendio sólo aguantan 800 grados centígrados durante 30 minutos.

En cuanto al coste de la construcción del ATC, se estima que rondaría los 1.000 millones de euros, suma que debería ser asumida por la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos (Enresa) frente a los 20 millones que costaría aproximadamente cada almacén individualizado si se levantasen junto a las instalaciones ya existentes, y que además asumiría cada central. Los gobiernos de Rajoy y de Zapatero, han presionado sin ambigüedad para desterrar este plan alternativo, lo cual los posiciona en la defensa directa de los beneficios económicos de las empresas propietarias del sector: Endesa, Gas Natural e Iberdrola. Tres multinacionales con variados y notables intereses en todos los canales energéticos, desde la explotación de hidrocarburos, pasando por las nucleares y también las renovables (eólica). Una relación del tipo simbiótico que explicaría en buena parte la larga lista de políticos destacados que se han incorporado como consejeros en la administración de las empresas energéticas locales tras abandonar la función pública. La lista de los afectados por el denominado síndrome de la puerta giratoria incluye a casi 40 personalidades del máximo nivel como Felipe González (Gas Natural), José María Aznar (Endesa), Angel Acebes (Iberdrola), Ana Palacio (Enagas), Elena Salgado (Endesa), Pedro Solbes (Enel), Josep Borrell (Abengoa), Manuel Marín (Iberdrola), Miquel Roca (Endesa), y un largo etc.

El accidente de Fukushima costó unos 80.000 millones de euros al estado japonés.
Como se aprecia, la política vernácula mantiene relaciones demasiado estrechas con un sector participado por grandes bancos como La Caixa o Kutxabank, poderosos fondos de inversión como Black Rock o el gigante italiano Enel. Desde este punto de vista, la independencia en la toma de decisiones o la aplicación de políticas estratégicas estaría en constante entredicho. Gracias al reconocimiento por ley del desajuste tarifario promovido por Rodrigo Rato, el suicida impulso a las renovables basado en primas excesivas de Zapatero o la política regresiva con tarifas altísimas de Rajoy, las energéticas se han beneficiado siempre a costa de los ciudadanos.

Con estos antecedentes cercanos, no es difícil imaginar que el futuro de las nucleares en España podría decidirse atendiendo las necesidades de las corporaciones por sobre el de las personas. Aunque muchos indicadores nos alertan sobre el enorme riesgo que esconden estas centrales nucleares, es frecuente argumentar acerca del ahorro favorecido por esta energía en comparación con otras. No obstante, lo que no deberíamos olvidar jamás es que tantas veces lo barato puede salirnos demasiado caro.

Un accidente en el reactor de Asco II, Tarragona,  implicaría la necesaria reubicación de cientos de miles de ciudadanos para evitar los efectos de la radiación. 

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