Escribe Marcelo Espiñeira.
Las garantías que ofrecían las legislaciones laborales europeas entre las décadas de los años `60 y principios de este siglo se han hecho añicos. Sobre la base de una clase trabajadora bien remunerada, con derechos fundamentales cubiertos y una estabilidad temporal elevada, la sociedad industrializada de Europa Occidental cimentó un reconocido estado del bienestar en la época posterior a la reconstrucción y el plan Marshall. Un sistema de éxito social que no tardó en ser considerado para muchos como el modelo a seguir y que hoy echamos en falta desesperadamente.
En contrapartida a esta pérdida, los políticos impulsores de una liberalización a ultranza del mercado, han impuesto sus teorías económicas desde las reformas alemanas de principios de este siglo hasta nuestros días. Gobiernos de todo signo, tanto conservadores como socialdemócratas han caído en la tentación de recortar los derechos del trabajador con tal de pescar a las corporaciones e intentar atraer nuevas inversiones en sus mercados locales. El marco de la Unión Europea, basado en la unión monetaria de sus miembros, se ha revelado incapaz de frenar esta debacle que nos ha arrastrado a una precarización generalizada de amplios sectores de la masa trabajadora. En este sentido, España no es la excepción, más bien todo lo contrario.
Aquí los recortes comenzaron con la reforma de Rodríguez Zapatero en 2010, una ley que persiguió flexibilizar un mercado laboral que destruía empleo a ritmo acelerado luego del estallido de la burbuja inmobiliaria. Sin hallarse un acuerdo entre la CEOE y los sindicatos en los dos años previos, el gobierno socialista fue presionado desde Bruselas y Berlín para reformar de manera inmediata una legislación que consideraban excesivamente garantista de los derechos de los trabajadores y punitiva para los empleadores. El nuevo proyecto acabó por reducir los costes de las indemnizaciones y desligar a los empresarios de la vigencia de los convenios laborales pactados con los sindicatos. Dos años más tarde, con el arribo de Mariano Rajoy a la Moncloa, una nueva legislación laboral fue sancionada con suma rapidez. En tres meses, el PP instaló los nuevos contratos de tiempo parcial y la moderación salarial como norma. Hasta bien entrado 2013 continuó la destrucción masiva de empleos y no fue hasta 2014 cuando el mercado pareció haber tocado fondo y comenzó a revertirse la dinámica negativa que había hecho desaparecer 3,5 millones de puestos de trabajo para los españoles. Si bien el repunte trajo cierto alivio luego también significaría el inicio de la precariedad generalizada que hoy es sistémica.
Las garantías que ofrecían las legislaciones laborales europeas entre las décadas de los años `60 y principios de este siglo se han hecho añicos. Sobre la base de una clase trabajadora bien remunerada, con derechos fundamentales cubiertos y una estabilidad temporal elevada, la sociedad industrializada de Europa Occidental cimentó un reconocido estado del bienestar en la época posterior a la reconstrucción y el plan Marshall. Un sistema de éxito social que no tardó en ser considerado para muchos como el modelo a seguir y que hoy echamos en falta desesperadamente.
En contrapartida a esta pérdida, los políticos impulsores de una liberalización a ultranza del mercado, han impuesto sus teorías económicas desde las reformas alemanas de principios de este siglo hasta nuestros días. Gobiernos de todo signo, tanto conservadores como socialdemócratas han caído en la tentación de recortar los derechos del trabajador con tal de pescar a las corporaciones e intentar atraer nuevas inversiones en sus mercados locales. El marco de la Unión Europea, basado en la unión monetaria de sus miembros, se ha revelado incapaz de frenar esta debacle que nos ha arrastrado a una precarización generalizada de amplios sectores de la masa trabajadora. En este sentido, España no es la excepción, más bien todo lo contrario.
Aquí los recortes comenzaron con la reforma de Rodríguez Zapatero en 2010, una ley que persiguió flexibilizar un mercado laboral que destruía empleo a ritmo acelerado luego del estallido de la burbuja inmobiliaria. Sin hallarse un acuerdo entre la CEOE y los sindicatos en los dos años previos, el gobierno socialista fue presionado desde Bruselas y Berlín para reformar de manera inmediata una legislación que consideraban excesivamente garantista de los derechos de los trabajadores y punitiva para los empleadores. El nuevo proyecto acabó por reducir los costes de las indemnizaciones y desligar a los empresarios de la vigencia de los convenios laborales pactados con los sindicatos. Dos años más tarde, con el arribo de Mariano Rajoy a la Moncloa, una nueva legislación laboral fue sancionada con suma rapidez. En tres meses, el PP instaló los nuevos contratos de tiempo parcial y la moderación salarial como norma. Hasta bien entrado 2013 continuó la destrucción masiva de empleos y no fue hasta 2014 cuando el mercado pareció haber tocado fondo y comenzó a revertirse la dinámica negativa que había hecho desaparecer 3,5 millones de puestos de trabajo para los españoles. Si bien el repunte trajo cierto alivio luego también significaría el inicio de la precariedad generalizada que hoy es sistémica.
Es importante saber que se entiende como un empleo precario a aquel que no ofrece perspectivas suficientes a los asalariados contratados. Un trabajador precario puede estar marcado por la escasa remuneración, ya que muchos no alcanzan a ganar lo necesario para cubrir las necesidades básicas aunque sus contratos sean considerados legales. El encadenamiento de múltiples empleos temporales también puede confinar a una persona a la precariedad. En este sentido, es importante notar que algunos sectores productivos han adoptado la tendencia a renovar constantemente su plantilla como un método o sistema. Bien para abaratar costes o bien porque las circunstancias de un mercado deprimido como el español lo permite. Otro factor que define la precariedad es la falta de seguridad suficiente en relación a las tareas que deben realizarse o la extensión exagerada de la jornada laboral, que en muchos casos ni siquiera está debidamente remunerada. Así, un albañil que no sea provisto del debido equipo de protección en una obra, estará trabajando en condiciones precarias. El mismo caso que un camarero al cual no se le reconocen las horas extras realizadas porque el restaurante ha cerrado tarde.
Según diversos informes encargados por organismos no gubernamentales como Cáritas, la precariedad se ha extendido de manera preocupante en la España post-crisis y afecta notablemente la salud de las personas. En general, los padecimientos relacionados son de índole psicológicos y luego desembocan en patologías diversas. Un precario puede tener graves problemas para percibir su futuro más inmediato con algo de seguridad o confianza y es normal que así sea. La incertidumbre que lo rodea puede afectar sus relaciones individuales y colectivas. Muchas familias se rompen por problemas de este tipo afectando a padres, hijos y abuelos en el proceso. No es posible ni recomendable acostumbrarse a la temporalidad en el ámbito laboral. Aunque el responsable de la CEOE, Juan Rosell, se esfuerce diariamente en aconsejarnos todo lo contrario. Siempre en el tono cínico que lo caracteriza, recientemente advirtió que "tener un trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX".
No obstante los “elegantes” improperios del jefe de la patronal vernácula, la estricta realidad nos indica que un trabajo que transmita cierta estabilidad favorece que las personas se desarrollen, formen una familia y realicen planes en el corto o mediano plazo. Sin este indispensable capital, muchas veces intangible, el desarrollo personal nos resultaría prácticamente imposible, a menos que seamos unos afortunados herederos o estemos pensando en salir a robar bancos, con las consecuencias que el delito podría acarrearnos.
La precariedad laboral
afecta a más del 25%
de los contratados
en el mercado español
No se debería confundir el fomento del espíritu emprendedor con la desaparición del trabajo fijo o estable. Esta es una gran falacia utilizada por un selecto grupo de influyentes personalidades de la vida pública que persigue crear cierta confusión, Rosell el que más. En España, el proceso de precarización del empleo partió de unas cuantas premisas falsas. Con la excusa de importar los milagrosos minijobs alemanes como receta mágica para salir de la crisis, aquí se inventaron los empleos de 40 horas semanales con salario de minijob alemán. Es decir, que los mileuristas del 2008 pasaron a cobrar 600 por mes por realizar el mismo trabajo. En este proceso fue indispensable contar con el apoyo de una legislación que permitiera abaratar el despido de aquellos que tenían salarios decentes para luego ser reemplazados por precarios a precio de saldo.
La cuestión más preocupante ahora mismo es que aunque las estadísticas macroeconómicas parecieran indicarnos que ya hemos superado la peor parte de la coyuntura y veamos como el gobierno de Rajoy se embandera en el emblema de la recuperación económica o el crecimiento del 3% anual, el mercado español ha interiorizado como método habitual, nuevas dinámicas basadas en el abuso de los trabajadores.
La precariedad es un fenómeno detectable y suele ser más intenso sobre algunos colectivos en particular. El de las mujeres es el principal afectado. No nos sorprende que la contratación se haya servido de ellas fundamentalmente durante 2014 y 2015. Así mismo, las de origen inmigrante son las que mayormente la padecen. La mujer inmigrante asume en la práctica la enorme mayoría de empleos peor remunerados, menos reconocidos y donde se sufre mayor explotación. Cuidadoras de ancianos, empleadas de limpieza o cocineras se encuentran entre las profesiones donde florece la economía sumergida y los derechos del empleado brillan por su ausencia.
Si hablamos de sectores económicos en particular, el del turismo y la restauración han experimentado un incremento de la temporalidad demasiado elevado desde 2014 hasta hoy. El de los servicios y la construcción son los sectores que mayor empleo han creado en los últimos años, justamente donde mayor precariedad se percibe. Por su parte, la industria también ha experimentado el proceso de reemplazar fijos por temporales. Los contratos temporales o a tiempo parciales representan más del 90% de los firmados durante los años de la legislatura de Rajoy y superan el 25% dentro de los afiliados a la Seguridad Social. Respecto a la remuneración, los sectores peor recompensados son los relacionados con la limpieza de edificios, la jardinería, los camareros y cocineros, los peluqueros, los empleados de lavanderías, y los monitores en el sector deportivo. No es ninguna noticia advertir que los salarios bajaron en promedio durante el gobierno del líder popular. Aunque los de los directivos o ejecutivos se mantuvieran al alza.
En 2015, los contratos temporales alcanzaron el récord de 17,1 millones y los de por horas sumaron 6,4 millones, de los que 5,7 millones eran a la vez temporales. Los síntomas de la precarización abundan en los datos de contratación del Ministerio de Empleo que conduce Fátima Báñez, donde se ve que la duración media de los contratos ha bajado de 79 días en 2006 a 53,4 en 2015.
Entre 2014 y 2015 se ha creado poco menos de un tercio del empleo que se destruyera desde 2008. En cambio, el número de contratos firmados aumentó de manera vertiginosa y ya en 2014 volvió a los niveles previos a la crisis. Esta elevada cifra se relaciona con el altísimo nivel de rotación en el mercado del empleo. Antes de la crisis, un contrato temporal en el sector industrial duraba una media de seis meses, ahora apenas llega a dos. Es decir que hace ocho años para cubrir un empleo no estructural en una fábrica se firmaban dos contratos al año y ahora se precisan seis. Como si quisiera normalizarse la idea entre los trabajadores menos cualificados de que son absolutamente prescindibles para el sistema. Una premisa que se confirma si relacionamos la precariedad actual con la inminente automatización intensiva que los ejecutivos no ocultan entre sus más inmediatas prioridades.
¿Es el español un caso aislado? Más bien podría ser un banco de pruebas, pero nunca un caso aislado. Las evidencias están a la vista. Los recientes enfrentamientos callejeros entre activistas y la policía francesa nos recuerdan que la tendencia de la precariedad es un fenómeno de alcance mundial. La reforma impulsada por el gobierno socialista de François Hollande ha generado el rechazo del 70% de los franceses. La ley francesa inspirada en la sancionada por Rajoy en 2012 recorta las indemnizaciones drásticamente, se carga los convenios sectoriales y aprovecha para acabar con la jornada semanal de 35 horas. También es cierto que las reacciones en Francia han sido mucho más encendidas que las que tuviéramos aquí porque los sindicatos continúan en pie de guerra, y el proyecto de ley que todo el mundo relaciona con el primer ministro Manuel Valls, también podría acorralar definitivamente al malogrado gobierno de Hollande. Sin embargo y pese al fuerte rechazo manifestado en las calles de la capital de la vecina república, nadie puede negar que la precariedad es una tendencia global y una de las principales amenazas para las clases trabajadoras durante los años que vendrán.
Protesta callejera en Paris contra la nueva reforma laboral de Manuel Valls. |
Emparentada estrechamente con el fenómeno de la desigualdad social, la falta de garantías laborales fortalece la construcción de una sociedad más injusta con todos los efectos perniciosos que estos desacoples suelen acarrear en la historia de los pueblos y sus respectivas naciones. No podemos sorprendernos luego cuando en correspondencia a estos desplazamientos sociales surgen movimientos políticos de corte populista, ultranacionalistas o directamente xenófobos.
El abandono de amplios sectores de la población por parte de un estado, como podría ser la desprotección legal de los trabajadores o la aceptación de sistemas que rocen la explotación laboral, podría traernos consecuencias muy negativas en el corto o mediano plazo. Desde la consolidación de la famosa “generación perdida” hasta la aparición de soluciones políticas equivocadas. El desbalance en el reparto de las riquezas nunca nos ha conducido a tiempos pacíficos a lo largo de la historia.
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