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SHAME, un viaje hacia la degradación.


Una crítica de Lilian Rosales de Canals.


Los primeros ocho minutos de Shame tientan a abandonar la sala. Una larga secuencia sin apenas diálogo narra la rutina de Brandon (Michael Fassbender) un exitoso y atractivo ejecutivo de unos treinta años que vive y trabaja en Nueva York. 


El entorno y las dinámicas cotidianas ocultan acaso una mente atormentada por el insaciable apetito sexual, identificable con un posible trastorno obsesivo-compulsivo, una satiriasis. Su vida está plagada de encuentros furtivos y ocasionales desprovistos del menor cuidado. Paga, seduce o simplemente se autocomplace. El sexo está presente en todas y cada una de las actividades. Sin nada que se interponga en este círculo de eterna insatisfacción recibe la llegada de su hermana Sissy (Carey Mulligan), detonante para la crisis que se desata en ambos personajes aquejados de modo diferente por un pasado perturbador.



Masturbación y otros similares perfumes, de entrada parecen un frívolo hurgar en la cosificación del sexo, sin embargo se convierten en un recurso narrativo cuya reiteración es como el dedo que hurga en la llaga hasta que duele y conducen al espectador inexorablemente hasta una identificación con el protagonista enfermo de tristeza y profunda soledad. 






Shame es un drama dirigido por el inglés Steve Mc Queen, coescrita por el dramaturgo Abi Morgan y el propio director, protagonizado por el actor germano-irlandés Michael Fassbender (1977) y la actriz Carey Mulligan (Londres, 1985). En esta producción, el realizador no renuncia a sus ya comunes deliberaciones morales y formales. Como en su anterior producción "Hunger" (2008), rodada junto al mismo Fassbender, Shame revela y oculta.


Una escena explícita de Shame.
Sexo y más sexo
A pesar de su machaque temático, no se trata en absoluto de una banalización del sexo. Aunque es imposible evitar ser subjetivo, en honor a la razón es necesario decir que la pieza cinematográfica ejerce cierto poder de fascinación, terrible y convulsa, pero fascinación que a ninguno  deja indiferente. 

Claramente despierta filias y fobias, reunidas en el estado de inevitable "exaltación pasiva" del espectador. El sexo que ha sido el recurso probablemente más explotado por el cine, alcanza una dimensión diferente en la medida que su realizador profundiza con valentía en la intimidad de un individuo afectado severamente por el trastorno descrito, un sujeto que resulta funcional de cara a la sociedad. ¿Cuántas personas se encuentran en similares circunstancias, presas de sus propias cárceles? 

Michael Fassbender en una escena de Shame.

Según un estudio divulgado por la American Journal of Psychiatry la adicción al sexo afecta a un 6% de la población mundial. Quizá se pueda pensar que la cifra no es muy elevada, pero representa 18 millones de personas sólo en Estados Unidos. 

El codirector del Instituto de Sexología de Barcelona, Javier Pujols, afirma que en España se contabilizan alrededor de 50 casos nuevos cada año, cifra que va en aumento. Afirma que “las personas con comportamiento sexual compulsivo se vuelven adictas a los cambios neuroquímicos que se producen en su cuerpo y en su cerebro durante el acto sexual, como los heroinómanos se enganchan a la heroína por chutarse”.

Otra escena de Shame.
La temática abordada llega incluso a producir desagrado. Más que excitación en medio de las escenas eróticas de una sexualidad francamente insinuada, incita a la repulsión en una paradójica simbiosis entre la sensación de vacío y la tristeza. El film es capaz de hacer sentir al espectador esa pesada mochila de las emociones dolorosas de sus protagonistas.

También nos recuerda a otros personajes atrapados por adicciones insuperables: "Días sin huella" de Billy Wilder o "Días de vino y rosas" de Blake Edwards. Pero en Shame lo interesante va más allá de la historia en sí. De eso trata el cine. De cómo se cuentan las cosas y aquí podemos señalar cómo el autor estéticamente logra apuntar hacia esa sensación de opresión mediante el uso de planos-secuencia largos como el trote liberador a través de los suburbios de la 28 en Manhattan.

Su director de fotografía Sean Bobbitt hace un mano a mano con el editor Joe Walker para conservar una estética similar a la de su anterior producción "Hunger" en la que las tomas y los movimientos de cámara (traveling) están rigurosamente ajustados a un ritmo controlado. Escenarios amplios, tomas cortas para secuencias que de lo contrario serían expresamente escabrosas y un montaje con ruptura de planos temporales representan una "válvula de descompresión" con ayuda de la banda sonora de Harry Escott.  

Mientras los interiores resultan tediosos y rutinarios, estériles o agobiantes. La New York que yace como telón de fondo, más que una noche casi perpetua, favorece al cliché noche-abuso y aparece como la incubadora de la patología del protagonista. 

Fassbender al extremo en Shame.

Miserias expuestas

El rendimiento de Michael Fassbender es feroz. Metido de pleno en una actuación rigurosamente real penetra la atmosfera del desasosiego, la morbosidad, la realidad cruda, la desesperación y la reflexión. Es un sujeto cuya adicción, sumada a las comodidades de nuestro siglo y al estilo urbano-cosmopolita, le ha hundido en un continuo degenerativo. 
En Shame está presente una cierta interacción entre la moral, la psicología y el sexo, donde la primera es una palanca para el estado de ánimo, que allana el camino hacia el concepto "purgatorio".

En esta pieza, su autor supera la condición de la prisión más figurativa, en una suerte de automortificación. El sexo que va por libre, fuera de sí tironea al personaje y le hunde. Su actuación es pura lujuria y odio. Su miseria, fascinante. El film tiene la virtud de aflorar conceptos contrapuestos y ambivalentes que irremediablemente hacen que toda la atención quede centrada en la vergüenza del personaje (the shame) y no en el actor y las menudencias narrativas.

Carey Mulligan en el papel de Sissy.

No ahonda en causas y efectos a futuro. Tampoco McQueen explica nada sobre las vidas de estos hermanos. El texto dramático acaso vislumbra la huella de un pasado común de abuso entre Brandon y su hermana, pero su director hábilmente ha dejado tácito el recurso narrativo. "No somos mala gente", dice Sissy. "Solo venimos de un lugar malo."

Sabemos que son tan solo un par de chicos irlandeses de Nueva Jersey. Sissy es cálida y necesitada de afecto, Brandon es distante e independiente. Sissy está obcecada con el amor, Brandon con el sexo. Ambos resultan estériles en sus esfuerzos por alcanzar saciar sus necesidades. McQueen y Abi Morgan, sin embargo, no profundizan en un caso clínico ni abordan en la terapia. Su interés es concretísimo: lo íntimo. 

El director Steve McQueen (a la derecha) dialoga con sus actores.

Brandon es un personaje que se mueve en el borderline y es empujado directo hacia un abismo. Desde la provocación a la promiscuidad, de las escenas obvias y moralistas, hasta la tragedia esperada, indignante y lastimosa. Aquí la escena masturbatoria (del club gay) es un acelerador de espiral dramática para la otra, orgiástica, donde todo exceso termina en agonía. 

El protagonista así realiza un terrible viaje hacia el final de una noche de degradación, autodestrucción y castigo. Las cicatrices en su rostro son un signo metafórico de sus heridas internas, que parecen curar pero solo se desvanecen para iniciar tal vez un nuevo ciclo de esperanza desde el reconocimiento y la reflexión.

El film mueve las vísceras lentamente. Hasta quienes expresan incomodidad  no podrán manifestarse indiferentes. Tal vez porque en el fondo, alguna vez, han topado con similares personajes en la vida real o han llegado a sentirse como Brandon o Sissy.

Brandon (Fassbender) seduce en un restaurante.


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