Escribe Marcelo Espiñeira.
Los peores momentos de la historia argentina reciente han estado estrechamente ligados a las diversas crisis de deuda pública sufridos por este país. El tristemente recordado default del año 2001 hundió en la miseria a millones de personas que probablemente jamás habrían sospechado estar tan expuestas a las cuentas impagas de un Estado que les podría parecer lejano a sus intereses cotidianos. Los años posteriores al denominado "corralito" demostraron que esta despreocupación había sido un grave error colectivo. La sociedad argentina en su conjunto pagaría con fuertes restricciones y un dolor profundo. El incremento de la deuda pública afecta el día a día de los ciudadanos de un país, una lección que debería haberse aprendido.
El gobierno de Nestor Kirchner impulsó una reestructuración de la gigantesca deuda heredada en 2005 y obtuvo así quitas significativas sobre un monto desproporcionado y un esquema de pagos que amenazaba con asfixiar definitivamente la maltrecha salud de la economía del país. Sin embargo, debió compensar con ciertos incentivos sobre el PIB futuro a los tenedores de bonos soberanos argentinos, en un toma y daca tan propio de estas negociaciones. La seducción del entonces ministro Lavagna incluyó la aceptación por contrato de ciertas normas jurídicas internacionales standard como la del pago a través de un agente fiduciario en los distritos americanos de Columbia o Manhattan. El 77% de los bonistas aceptaron estas nuevas condiciones, ya que entendían que era la única manera de seguir cobrando. La premisa era que si Argentina no despegaba, ellos jamás recuperarían sus billetes. De esta manera la deuda pública redujo considerablemente su valor nominal, aunque la negociación aceptara nuevos compromisos del pago de intereses durante los próximos 30 años.
Los peores momentos de la historia argentina reciente han estado estrechamente ligados a las diversas crisis de deuda pública sufridos por este país. El tristemente recordado default del año 2001 hundió en la miseria a millones de personas que probablemente jamás habrían sospechado estar tan expuestas a las cuentas impagas de un Estado que les podría parecer lejano a sus intereses cotidianos. Los años posteriores al denominado "corralito" demostraron que esta despreocupación había sido un grave error colectivo. La sociedad argentina en su conjunto pagaría con fuertes restricciones y un dolor profundo. El incremento de la deuda pública afecta el día a día de los ciudadanos de un país, una lección que debería haberse aprendido.
El gobierno de Nestor Kirchner impulsó una reestructuración de la gigantesca deuda heredada en 2005 y obtuvo así quitas significativas sobre un monto desproporcionado y un esquema de pagos que amenazaba con asfixiar definitivamente la maltrecha salud de la economía del país. Sin embargo, debió compensar con ciertos incentivos sobre el PIB futuro a los tenedores de bonos soberanos argentinos, en un toma y daca tan propio de estas negociaciones. La seducción del entonces ministro Lavagna incluyó la aceptación por contrato de ciertas normas jurídicas internacionales standard como la del pago a través de un agente fiduciario en los distritos americanos de Columbia o Manhattan. El 77% de los bonistas aceptaron estas nuevas condiciones, ya que entendían que era la única manera de seguir cobrando. La premisa era que si Argentina no despegaba, ellos jamás recuperarían sus billetes. De esta manera la deuda pública redujo considerablemente su valor nominal, aunque la negociación aceptara nuevos compromisos del pago de intereses durante los próximos 30 años.
Las condiciones internas y externas confluyeron durante la siguiente década para que el comercio internacional fuera generoso con el intercambio de ciertos productos argentinos. La macroeconomía mejoró ostensiblemente y el incremento del consumo interno se convirtió en la marca registrada de la gestión kirchnerista. Al mismo tiempo, el gasto social del Estado se disparó a niveles poco aconsejables para la sostenibilidad del sistema. No obstante este peligro latente, la crisis de deuda del 2001 se iría convirtiendo en un borroso recuerdo, propio del pasado más tenso de la República. La deuda pública se convirtió en un tema que los Kirchner jamás volverían a tocar en público, pero que consumiría ingentes cantidades de divisas por año. La oposición política tampoco pondría el foco sobre la cuestión, como si el problema se hubiera disipado definitivamente. Nada más alejado de la realidad, cuando el Estado seguía cancelando compromisos de pago por valores altísimos, aún para una recuperada y vigorosa economía.
Más allá del intenso debate suscitado en la sociedad argentina sobre si los sucesivos gobiernos de los Kirchner acertaron en mayor o menor medida en la dirección elegida para reflotar la economía del país, recientemente se ha comprobado que no han tenido tanta puntería en el manejo financiero del dinero público. La virtual bancarrota que ahora aqueja al Banco Central argentino es una evidencia en este sentido. Otro tanto sucede con el estatal Banco Nación. A día de hoy, más del 50% de la deuda del Estado se concentra en manos de estos bancos estatales o entidades públicas como la ANSES, el fondo público de pensiones que absorbió a los quebrados fondos privados de jubilaciones en 2008. A su vez, la presidenta ha admitido que su gobierno pagó 190.000 millones de dólares para cancelar bonos durante la última década. Una cifra colosal que tampoco ha alcanzado para descomprimir el ahogo financiero que persigue al país desde el corralito hasta la fecha. Situación constatada en las permanentes dificultades para conseguir financiación internacional que persiguen a las diferentes delegaciones de los últimos gobiernos argentinos. El modelo actual es dependiente del superávit generado por la balanza de pagos y extremadamente frágil ante los sacudones del mercado de unos pocos productos. La economía vive pendiente del precio internacional de la soja y la carne vacuna y también de los hidrocarburos, ya que estos últimos representan su principal gasto en moneda extranjera. Algo que escasea, justamente porque la apuesta se basa en el consumo interno y en un control cambiario estricto. Si bien los compromisos asumidos por el Estado en materia social han aplacado la tensión interna, también han acabado por condicionar al extremo sus egresos, dejando poco margen de maniobras para la inversión en infraestructura estratégica que acompañe el crecimiento económico y lo haga sostenible.
Afiches pagados por el Gobierno argentino empapelan las calles de Buenos Aires |
Ahora bien, los 250.000 millones de dólares de deuda, representan algo más del 50% del PIB nacional. En teoría, esta sería una buena noticia. Sin embargo, en el contexto argentino, este dato positivo se debería relativizar. Las razones se encuentran en las deficiencias políticas del sistema. Las difíciles relaciones con el FMI y las plazas tradicionales del mercado financiero, han acotado mucho las relaciones comerciales del país. Actualmente se encuentra muy vulnerable a los vaivenes que pueda sufrir Brasil, con quien concentra su comercio. La cercanía con Venezuela seguramente ha traído más problemas diplomáticos que soluciones al panorama general y también deberían analizarse los recientes tratados con China en un capítulo aparte. Argentina ha aceptado vías de oxigenación inexploradas con anterioridad, por lo que ahora se enfrenta a escenarios también novedosos.
El revés sufrido a instancias de la justicia norteamericana en el caso contra el fondo buitre NML establece un paradigma en esta cuestión. El default técnico al que ha sido arrastrado el país de manera injusta por el rapaz Paul Singer, tiene un marcado carácter político. El juez Griesa ordenó paralizar los pagos en Nueva York a los bonistas del Canje de 2005 hasta cuando se cancelaran las reclamaciones del usurero Singer. En respuesta, el Parlamento argentino ha sancionado una Ley que cambia la sede de pago norteamericana por un fondo fiduciario en Buenos Aires. "Exhibir nuestra voluntad de pago" ha sido la réplica de Axel Kicillof al juez Griesa. Paralelamente, la cancillería argentina consiguió un representativo respaldo de la mayoría de los países no alineados a EEUU en la ONU, entre los que destacan China y Rusia. Se solicita un trato justo en la reestructuración del pago de la deuda soberana de los países, que no pudiera ser interrumpido por los fondos buitres como NML. Una movida política interesante, pero de escasa efectividad en el corto plazo.
Si la alta tasa de inflación ya comprometía los planes empresariales, ahora la deuda pública amenaza con devastarlos. El gobierno asumió riesgos considerables que podrían afectar las finanzas del Estado en un futuro cercano, los buitres lo han percibido y por eso mismo han lanzado su ataque. Es necesario que la historia no se repita, ahora debe encontrar un equilibrio entre sus gastos y sus ingresos, que permita seguir construyendo un país más justo e inclusivo para todos.
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