Un cuento de
Emili Llaveria Toda.
La tercera noche en que el ángel vino a él, Alvaro dudó de su cordura. La cuarta noche, quiso que desapareciera: invocó a las fuerzas oscuras, maldijo en silencio, murmuró sortilegios que creía recordar de sus lecturas desordenadas... La quinta noche volvió a caer en sus brazos.
El ángel no era el ser andrógino que nos muestra el arte. No era un espíritu etéreo de larga cabellera rubia y ondulante. No iba vestido con una luminosa túnica translucida... Se trataba de un ente claramente femenino, poseedor de unos atributos rotundos, unas redondeces exageradas. No era un espíritu de luz con rostro de melancólica ninfa prerrafaelita, el ángel que visitaba a Alvaro podría haber sido una de aquellas pin-ups de anuncio de neumáticos, una starlette de pechos siliconados, una diosa neolítica de nalgas prominentes, o un personaje escapado de un cómic de Richard Corben.
Alvaro la veía entrar en silencio, introduciéndose en la penumbra de su habitación; notaba su aroma presidiendo la sordidez de su lecho, su cuerpo temblaba cuando sentía el peso del ángel sentándose sobre él y se estremecía cuando éste, sin decir ni una palabra, lo poseía.
Durante el acto no se atrevía a hablar, y menos tocarlo, temeroso que el sonido de su voz rompiera el hechizo y desapareciera convertido en un minúsculo punto brillante, escabulléndose por el ojo de la cerradura, regresando a las esferas celestiales de las que sin duda provenía.
No le dijo nunca nada, Alvaro cerraba los ojos y se concentraba en un placer que jamás había sentido. Finalmente, perdía el conocimiento y su mente se separaba de su cuerpo. Cuando por fin abría los ojos, siempre estaba solo, y su habitación estaba impregnada de su celestial olor.
Alvaro era un hombre como cualquier otro. Era alto y desgarbado, de ojos hundidos y nariz prominente. Jamás se había casado; Se había amancebado en un par de ocasiones a lo largo de sus 47 años, pero nadie lo quiso lo suficiente para que pudiese dar el paso. En fin, uno de tantos, pues su único aspecto característico era su exagerada cojera.
Ésta había aumentado progresivamente desde el accidente, y había tenido que dejar el trabajo. Cada mes recibía puntualmente una cantidad determinada de dinero que le servía apenas para sobrevivir. Vivía en una minúscula habitación de una pensión.
Era como una celda de clausura, austera y fría. Un catre más blando que duro, un armario que mostraba signos de haber superado una carcoma sin demasiado éxito, un espejo amarillento, una mesa con dos cajones y una silla. Ese era su mobiliario. Aparte de eso, guardaba en la habitación su radio, un par de maletas y unos cuantos libros que releía continuamente.
Casi todas las habitaciones de la pensión estaban ocupadas por viajeros de paso: Algún mochilero que se quedaba un par de días, un viajante que se quedaba una semana, alguien a quien han echado de su casa que se quedaba un mes... él llevaba más de un año y medio.
Pero era barata y era lo único que podía permitirse y, aparte de esas veladas en las que su habitación se convertía en el palacio de las mil y una noches, su vida transcurría en la rutina más absoluta.
Cada mañana salia a la misma hora, hiciera calor o frío, lloviera o luciera el sol. Saludaba a la encargada que invariablemente estaba barriendo la entrada. Era una mujer de unos sesenta años, flaca y sosa, que meneaba la cabeza en un amago de saludo cuando él pasaba. Una vez en la calle se dirigía a un comedor social donde desayunaba. Las mañanas las pasaba cotilleando en un par de obras y en la biblioteca pública donde podía leer los periódicos gratis. Comía en un bar situado cerca del puerto, donde por poco dinero tenia ensalada, segundo y postre. Las tardes se alargaban innecesariamente y las noches eran frías en su cama de sabanas rugosas. Y así un día tras otro, un mes tras el siguiente. Hasta esa noche en que la puerta se abrió y un ángel del señor entro en su habitación.
Regresaba a eso de las ocho de la tarde, saludaba a la encargada y se encerraba en su habitación. Alvaro era un hombre de costumbres, lo había sido durante toda su vida. Lo fue mientras mantuvo su trabajo y lo era ahora en que un día monótono seguía a otro día monótono, como dijo el poeta.
Cuando lo veía entrar, la señora Candela apenas lo saludaba, no tenía tiempo de más, pues siempre estaba ocupada. Era una mujer menuda y activa, flaca de solemnidad. Sus piernecitas y brazos estaban recubiertos de un pellejo arrugado y amarillento que hacia años había perdido su lozanía. Su cuerpo era un cilindro tremendamente anodino, pues ningún bulto o curva turbaba su rígida uniformidad. Vestía siempre de gris, al menos lo parecía, pues, a pesar de alternar sus faldas, delantales o pañuelos grises con otros de color, la imagen general era de grisor y de tristeza. Incluso esas pequeñas notas de color, en lugar de alegría, lo único que conseguían era acrecentar su tétrica imagen.
Ya en su habitación, Alvaro, pasaba las ultimas horas de la tarde escuchando los programas deportivos en la radio y devoraba un bocadillo de embutido y una cerveza que horas antes había comprado en un supermercado. Recogía las migas y tiraba la lata por la ventana de su habitación, al patio de luces de la vivienda vecina. Seguía escuchando la radio hasta que el sueño lo vencía, entonces apagaba la luz y se dormía mecido por las toses o los murmullos de sus vecinos de habitación.
Y en algún momento de la noche, una luz cálida y fría a la vez penetraba en la alcoba y el maravilloso ángel femenino volvía a presentarse ante él para mostrarle el camino al paraíso, para ofrecerle sus pechos colmados, para darle un placer inimaginable y para abandonarle tan silenciosamente como había venido.
Una mañana como cualquier otra, Alvaro se despertó a la hora habitual. Observó la habitación, no había cambiado. Por la ventana entraba algo de luz y todo parecía en orden. Se frotó los ojos y se incorporó. Se puso los zapatos como solía hacer, pues el suelo era frío y áspero, y empezó a vestirse. Oyó un chasquido. Se agachó y encontró un pequeño objeto que se había roto bajo su peso, al pisarlo. Era una pequeña esfera blanca unida a una especie de aro de metal dorado.
Lo cogió cuidadosamente y lo observó. No sabia de que se trataba, parecía un colgante o un pendiente. No estaba seguro, pero tampoco le importó demasiado. Se acercó a la ventana y lo tiró al patio de luces.
Terminó de vestirse y a las 7:30, como siempre, salió de la habitación. Bajó el tramo de escaleras angostas y saludo a la señora Candela que estaba de pie, con la escoba en la mano, ante la entrada.
“Buenos días”, le dijo como siempre, pero ella no le contestó con el gruñido habitual; parecía preocupada. “¿Pasa algo?”, le preguntó, no por que le importará, pero creyó que tenía que parecer interesado. “No lo entiendo”, dijo ésta, “he perdido el pendiente y no sé donde, esta noche lo llevaba cuando me acosté, pero ya no está”, dijo, al tiempo que le mostraba la oreja derecha sin pendiente para, a continuación, mostrarle la otra en la que lucía una pequeña perla blanca unida a un zarcillo de oro.
Él asintió en silencio y no dijo nada, pero Candela captó en su mirada el reconocimiento y el miedo. Alvaro, envarado y veloz, salió a la calle. El aire del mes de octubre le refrescó el rostro.
Aspiró fuertemente y se dirigió hacia la obra del metro, como cada día. Desde la puerta la señora Candela lo observaba alejarse y comprendió.
Aquella noche el ángel no apareció.
Emili Llaveria Toda ha sido colaborador de diferentes revistas de Tarragona y cuenta en su haber con el 1er Premio del Premio Literario Constanti 2004 por “Narrativa Breve”. Llaveria también fue finalista del mismo Premio en 2006 por la obra “Historias de la Historia”, así como finalista del Premio Libro Andromeda, Especial Asimov, en el año 2006.
Recientemente fue galardonado por la web literaria Zonaebook, obteniendo el primer premio en el concurso sobre Relato Corto sobre Ciencia Ficción por su cuento “Una piedra en el estanque”.
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