A seis años y medio de haber plantado pie en Guanahaní (hoy Islas Bahamas), a la que ha llamado San Salvador, el virrey de las Indias y almirante del Mar Océano inicia su tercer viaje desde San Lúcar de Barrameda. Con sus huesos hechos a soportar intrigas cortesanas mantiene la firme voluntad en ver parte de las tierras del Gran Khan, en cuanto recodo pisa. Empecinado prosigue su ruta cegado por la figura fantasmagórica del emperador mongol, cuyos palacios de jade y de oro parecen asomarse y esfumarse en cada esperanza y decepción del navegante.
Escribe Lilian Rosales de Canals.
Durante su periplo atlántico el descubridor se aferra desesperadamente a cualquier atisbo que pudiese justificar su tozudez en cuanto a que se hallaba en las islas de la especiería, las Indias. Y le bastaron tan solo algunas coincidencias fonéticas para dar por hecho que había llegado a Oriente a través de Occidente. De esta manera, en La Española, escucha la voz indígena Cibao que su impaciencia convierte en Cipango (Japón). Más tarde, trabuca el nombre de El Magón, con ese Mangi de la China del que habló Marco Polo en su libro El Millón y que el almirante lleva apuntado con mano temblorosa, por la ansiedad, a los márgenes de sus notas.
Cristóforo Colombo es el sujeto encargado de defender lo que la ambición y la envidia cortesanas han puesto en entredicho: la validez de su descubrimiento y lo que cree es una nueva ruta hacia antiguas tierras, cuando en realidad era un atajo hacia un mundo novedoso e insólito apenas imaginado.
Afirmamos que el navegante fue un descubridor, no un explorador. De lo contrario hubiere atendido con mayor dedicación y fe a los datos de la realidad circundante -por difíciles de contrastar que fueren- más que a los imperativos de su alma afanosa por acreditar la validez de la aventura catequística que constituía cada uno de sus viajes. Y sobre todas las cosas, la empresa económica que representaban. A este respecto es importante señalar que durante su primer viaje no vino ningún sacerdote, muy a pesar de que el almirante había destacado con pasión el objetivo de conquistar nuevas almas para Cristo.
El impulso del primer periplo se ve recompensado con el entusiasmo cuando tropieza con "algo" de oro del cacique Guanacagarí de La Española. La urgida necesidad de que se cumpla cuanta leyenda le motiva, lo llevan a creer que está ante una tierra aurífera, un paraje más rico que la Guinea descubierta por los portugueses y protegida con uñas, dientes y flota.
En un exaltado rapto quijotesco se promete que cuando regrese a La Española "hallará tales riquezas extraídas que el rey y la reina, en plazo de tres años, podrían preparar y emprender la conquista del Santo Sepulcro de Jerusalén".
Pese a su pertinaz actitud, a la vuelta a España llevará muy poco oro y especias como muestra de la abundancia soñada. Tan solo podrá asombrar al viejo mundo con los pájaros de encendidos colores y los aterrados indios cuya pálida tez y rasgos autóctonos eran absolutamente inusitados.
"Obras son amores, que no buenas razones", dice el viejo refrán español. Y nunca mejor dicho para Luis de Santángel, judío converso que asumió la dirección económica de la empresa, asegurando la parte que correspondía aportar a la Corona, de su fortuna personal y sin intereses: 1.140.000 maravedíes. Solo de esta manera Isabel La Católica apoyará el viaje de Colón, cuando lo reyes habían decidido que se fuera con sus ofrecimientos a otra parte.
La isla del infortunio
En el segundo viaje encuentra que el fuerte de La Navidad (hoy Punta Picolet, Haití) fundado con los restos de la Santa María, ha sido arrasado por los indios quienes ante la desatada lujuria y crueldad de los españoles, han dejado de ser aquellos buenos salvajes, "sin idea de lo tuyo y lo mío", que Colón había descrito en sus cartas.
El cacique Caonabo y sus hombres destruyen el enclave fortificado y matan a todos sus moradores en represalia por los abusos contra los nativos y sus mujeres. Según el relato del cacique Guacanagarix a Colón a su vuelta del segundo viaje, miembros de la dotación del fuerte habrían arrancado de sus hogares algunas taínas y maltratado a sus maridos.
Pero Colón no cesa en su empeño. Decide fundar una villa al estilo español a la que llama Isabela en honor de la reina. Para ello escoge la desembocadura del río Bajabonico, una zona pantanosa atestada de sanguinarios mosquitos, de difícil cultivo y una destructiva humedad. Tras el testimonio de los indios que afirmaban la proximidad de las minas de oro, le escribe al rey y dice que espera "estar dentro de poco en condiciones de enviarle tanto oro como hierro le dan las minas de Vizcaya"; sin embargo, cuando las enfermedades y la mala alimentación lo obligan a enviar la flota de vuelta a España, remite con Antonio de Torres tan exigua cantidad del preciado mineral que no sobrepasa los treinta mil ducados; pero sí ruega que se le dote de toda clase de recursos: pide alimentos y medicinas, armas, zapatos y más aún, cien expertos mineros de Extremadura al servicio de la exploración de aquellas minas de las que solo conoce historias.
Con similar arrebato se aproxima hasta donde "estaban las minas" y para defenderlas funda el fuerte Santo Tomás cuyo trazado ha hecho él mismo; deja a Pedro Margarit al mando y regresa a La Isabela. La zona que iba a producir más oro que las minas de Vizcaya jamás produjo más de dos mil castellanos de oro, pero aquellos aportados por los indígenas. Los fallidos resultados y las condiciones adversas siembran el descontento de los hombres, tanto en La Isabela como en el fuerte.
Para el marino su gran ilusión e impulso era de oro, su objetivo era el oro, su justificación era el oro. Ya lo decía el padre de Las Casas, pese al afecto que sentía por él: "Desde que salió de España no veía sino oro".
El laberinto de la terquedad
Llamado por el áureo espejismo y ante los pobres resultados de La Española, decide explorar hacia el sur. Establece un consejo de regencia y se marcha de isla en isla rumbo a la región más meridional de Cuba… y en su terco delirio se convence de que ¡está en la península de Malasia! La convicción absoluta de que se encontraba en Asia calma sus ansias ante la falta de oro. Su testarudez le impide continuar el viaje cien millas más allá en igual sentido, donde hubiese comprobado que Cuba era una Isla; y hubiese tenido que salir de su sopor. Presa de una cabezonería narcótica llama al notario Fernando Pérez de Luna y le ordena interrogar a las tres tripulaciones "si dudaban que esa tierra era el continente de las Indias". Si alguno tenía duda, debía expresarla y si no, reconocerlo bajo juramento. El testimonio "no podía cambiarse sin incurrir en castigo que iba desde multas de diez mil maravedíes hasta el corte de la lengua".
Al regreso en su largo recorrido Colón resulta gravemente enfermo "en un sueño pestilencial que lo privó de todos sus sentidos y las fuerzas y quedó como muerto".
Es bajado de su barco en brazos al llegar a La Isabela, dada su extrema debilidad. Entretanto, su hermano Bartolomeo atraca en La Española. Y en un abuso de poder Cristóbal Colón lo nombra "Adelantado", cargo que tan solo los reyes podían otorgar y que siembra toda clase de resquemores contra aquel almirante que no toma decisiones y cuando las toma, vulnera los derechos, las legítimas aspiraciones y la dignidad de aquellos que le han acompañado en la difícil tarea en medio de los innumerables peligros del mar y la tierra.
Entretanto, en Santo Tomás reina la anarquía y los indígenas se hacen más aguerridos. El alcaide Pedro Margarit se niega a dar explicaciones en torno al deterioro en la situación en el fuerte y junto al padre Boíl, quien insiste en reclamar a Colón ser demasiado blando con los indígenas, zarpa a España donde inician una campaña de descrédito contra el almirante, que encuentra apoyo en algunos sectores de la corte. Entre las acusaciones figuran que aquel extranjero se creía el rey de España, era incapaz de gobernar y despilfarraba los dineros de la corona en busca de unas minas inexistentes.
En La Isabella los indígenas reaccionan contra los excesos de los españoles del fuerte Santo Tomás. Las cosas han empeorado. Recuperado a duras penas el almirante Colón junto a su hermano Bartolomeo, inician la primera expedición punitiva de Los Conquistadores en el Nuevo Mundo. En la contienda hacen prisionero al aguerrido cacique Caonabó. El navegante parece haber perdido la razón. La ferocidad con que se lleva a cabo la operación permite a los "pacificadores" entrar en los pueblos indígenas y pasearse entres trochas y senderos cual si fueren calles de una ciudad española. Los indios son reducidos a esclavos y de las indias se dispone a placer. Quinientos cincuenta indios capturados salen de la costa rumbo a España, sin previa consulta de los Reyes Católicos, para ser vendidos en Sevilla a fin de comprar caballos y provisiones.
Los soberanos quedan impresionados por tal conducta; especialmente Isabel, quien duda acerca del derecho de hacer esclavos a sus súbditos. No obstante, Colón envía otras 300 "piezas".
Los reyes católicos designan a Juan Aguado para que vea el informe. Colón herido en su orgullo se siente espiado por los reyes y lo interpreta como una gran humillación. Como respuesta continúa en su línea y apresta dos naves que rebosa hasta lo imposible con doscientos hombres, en su mayoría enfermos, y Caonabó junto a su hermano, prisioneros. Deja al mando de la isla a Bartolomeo.
Vuelve una sombra
De aquellas naves desciende una sucesión de espectros. El navegante es ahora apenas el fantasma de un triunfador quien, a la vuelta del primer viaje, despertaba admiración a lo largo de su trayectoria hacia Barcelona donde lo esperaban los reyes. Es un hombre cuyo pelo blanco le hace aparecer anciano y al que la enfermedad y las contradicciones de su ánimo hacen sentir anonadado. Su atuendo contribuye con su imagen de vencido: un sayal oscuro, especie de hábito franciscano le cubre el cuerpo y es infinitamente opuesto a la capa de terciopelo y al jubón de seda de su primer regreso. Mientras aguarda en Sevilla a que lo reciban los reyes, vive en la casa de su amigo el padre Andrés Bernáldez. Abatido, humillado y consternado, será ese doliente "Almirante de los mosquitos" objeto de burla de los cortesanos y cuya figura se aleja de las tertulias y del ruido de las calles para deslizarse cual sombra en los pasillos de las iglesias. A cuestas lleva la vejez interna de las decepciones, como derrumbes del ánimo que parecen cerrar las puertas hacia la vida.
Los reyes lo reciben con reticencia un mes más tarde. Comentarios, versiones por contrastar, asuntos que aclarar tensan las relaciones. A más, Colón ha dejado de ser el convincente hombre que defiende un sueño para convertirse en el viejo afligido y molesto que se defiende a sí mismo. Paradójicamente un rumor viene en auxilio de esta víctima de los rumores: el rey de Portugal prepara una expedición hacia un enorme continente que se encuentra, según los cosmógrafos, frente al África, al otro lado del Mar Océano, al sur de las tierras descubiertas. Este cotilleo y el apoyo del cosmógrafo de la corte, Jaime Ferrer de Blanes, consiguen la aprobación del tercer viaje del almirante: el denominado "de rumbo austral".
Destino Trinidad
Seis naves forman la expedición: tres llevan auxilio a La Española, las otras tres, una nao (nave) y dos carabelas, viajan al sur, comandadas por Colón, quien pone rumbo a Madera con escala en Puerto Santo: allí se va a revelar ese nuevo Colón atenazado por la pesadumbre. El aspecto más relevante de aquel hombre abatido es la nostalgia: ordena una misa por la esposa muerta, Felipa Moniz, con quien había vivido en aquel puerto en su juventud y cuyas idas y venidas habían borrado nombre y figura de sus días. Aquel rasgo del almirante nos hace pensar en la definición rilkeana de la nostalgia y nos conduce a la reflexión de que posiblemente el hombre que descubrió aquellas costas ya no tenía "patria en el tiempo".
Levan anclas con destino a aguas desconocidas en mayo de 1498, lo que revitaliza su espíritu en la pasión por lo nuevo. Frente a las islas de Cabo Verde señala su decepción con carácter de descubrimiento y afirma: "falso nombre, porque son atán secas que no ví cosa verde en ellas y toda la gente enferma, que no osé detenerme en ellas". Prosigue en su aventura cuatrocientas ochenta millas hacia el suroeste y entonces, lo abandona el viento el 13 de julio. Sumido en una apabullante calma, navega en el infernal calor que llega a pensar se cumplirían los temores medievales de que las naves y las personas arderían como paja seca al cruzar el Ecuador. Durante esos ocho días las naves cabeceaban en medio de un mar de aceite y el temor ante lo desconocido, mientras el cielo se suma a la incertidumbre en una insólita composición jamás antes vista: "fallé grandísimo mudamiento en el cielo y las estrellas, mas no fallé mudamiento en la temperancia". Luego vino el buen viento. Como no se atrevía a ir más al sur a causa del calor, el marino enmienda el rumbo al Oeste. El 31 de julio, a mediodía, cuando el agua potable comenzaba a escasear a bordo, el gaviero anuncia tierra: tres montañas juntas hacia el poniente asoman.
Colón al salir de Sanlúcar, se había encomendado a la Santísima Trinidad. Ese nombre le dio a la isla después de que toda la tripulación dijera un Salve Regina y otras oraciones. Sin embargo, y pese a los temores que ha sentido, tiene un momento de jactancia al divisar la tierra y declara: "yo la esperaba el lunes antes".
Tierra de gracia
Al día siguiente divisan al sur lo que les parece una isla (actual Punta Bombeador), en el gran delta del Orinoco. Por primera vez se hallaban los españoles ante el continente sudamericano.
El virrey de las Indias llega a un cabo que llamó de la Galea y continúa hacia el poniente buscando lugar seguro donde echar el ancla: entonces en su alma acongojada, y pese al padecimiento de los ojos, comienza a experimentar un cambio hijo del deslumbramiento, vislumbra "una tierras atán fermosas y verdes como las huertas de Valencia en marzo". Llegado a la punta que llamó del Arenal, ve una costa al frente que toma por isla y que llama "Tierra de Gracia"; así sería de hermoso aquel primigenio pedazo de tierra a los ojos enfermos del almirante. Su biógrafo Bartolomé de Las Casas describe aquel momento: "Vídola miércoles 1º de agosto, un día después que descubrió la isla de la Trinidad año del nacimiento de nuestra salud, Jesucristo, 1498, a la cual llamó la Isla Santa". Dos mismos nombres para expresar una misma maravilla que se irá acentuando en el alma de Colón a medida que penetre en aguas venezolanas: "cuando yo llegué a esta punta el Arenal, allí se hace una boca muy grande de dos leguas de Poniente a Levante, la isla de la Trinidad con la Tierra de Gracia (…) surgí allí a la dicha punta del Arenal, fuera de dicha boca, y fallé que venía el agua de Oriente hasta el Poniente con tanta furia como hace el Guadalquivir en tiempo de avenida, y eso de continuo noche y día(..)".
Durante la noche mira una ola enorme: "vi levantado la mar de Poniente a Levante, en manera de una loma tan alta como la mar, y todavía venía hacia mí poco a poco, y encima de ella venía un filero de corriente que venía rugiendo con muy grande estrépito, con aquella furia de aquel rugir que yo dije me parecían ondas de la mar que daba en peñas, que hoy en día tengo el miedo en el cuerpo que no me trabucasen la nao cuando llegasen debajo de ella(..)".
Una inmensa ola, probable consecuencia de una erupción volcánica submarina, zarandeó a la flota en la Boca de las Sierpes, entre Trinidad y el delta.
Al día siguiente atraviesa esa boca de la Sierpe; y hace probar el agua que resultó dulce, y continúa hacia el norte, hacia una boca más estrecha que llamó del Dragón "y así mismo allí la marea era de agua dulce". Recorre la costa hacia el Poniente y allí el agua era más dulce aún y más sabrosa, alrededor las tierras parecían labradas. Echa el ancla y muchos indígenas que vienen a su encuentro le dicen el nombre de aquella tierra: Paria. Toma cuatro de ellos a bordo, recorre ocho leguas y se encuentra en unas tierras "las más hermosas del mundo y muy pobladas. Llegué allí una mañana a hora tercia, y por ver esta verdura y esta hermosura acordé surgir y ver esta gente (..)".
El buscador de oro y especies que hay en él advierte que muchos de los indígenas traían piezas de aquel metal y perlas en brazos y cuellos. Era más de lo que había visto en otras islas. El almirante declara con júbilo contenido: "Holgué mucho cuando las vi". Se alegra aún más cuando los hombres que ha enviado a tierra a preguntar si son súbditos del Gran Khan, regresan con un plato de tierra lleno de hermosas perlas, lo cual hace que llame a esta tierra Golfo de Las Perlas. Más adelante hallará tantas de ellas que por sí solas podrían hacer realidad la riqueza aurífera tantas veces prometida a los soberanos.
Él, que desde joven ha visto tanto, no sale de un deslumbramiento: la "suavelidad" del clima, el mar de aguas dulces, un rio muy grande, unas tierras "las más bellas del mundo" y unos hermosos amén de nobles pobladores.
Sin patria en el tiempo
El estado de las naves y el padecimiento de los ojos lo obligan a abandonar Paria. Sale al norte por la boca de Dragón el lunes 13 de agosto. Mientras navega a lo largo de la costa asienta en su diario: "Yo estoy creído que es esta tierra firme grandísima, de que hasta hoy se ha sabido"; y en carta a los Reyes Católicos fechada en Santo Domingo octubre de 1498, se asoma un momento a la existencia de un continente distinto al Asia que creía haber alcanzado: "Yo creo que esta tierra que agora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y halla muchas otras en el Austro de que jamás hubo noticia".
Pero ya hemos dicho que es el hombre que "no tiene Patria en el Tiempo": Su espíritu turbado por la búsqueda inútil del reino del Gran Khan, corta por la mitad la línea lógica de aquellas premisas y en lugar de echar mano de la cosmografía, se refugia en las Sagradas Escrituras, en los clásicos griegos y latinos y hasta en Esdras, Estrabón y Scotto, en San Isidro y en San Ambrosio para paladinamente declarar, embelesado por la Tierra de Gracia: "Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos y sanos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro y vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo".
Colón había adoptado los conceptos renacentistas del hombre y de la aventura económica del mundo moderno, adquiriendo capacidades casi adivinatorias de la geografía y la oceanografía a lo largo de su acción y de sus sueños; sin embargo, ya su alma se encontraba agotada de tantas contradicciones. Su mente harta de confrontar la realidad insurgente con la fabulación tradicional, regresa inesperadamente a la Edad Media y busca refugio en nociones que hacen dudar a todos acerca del sano juicio del Descubridor: la idea del Paraíso Terrenal.
El fantasma del infortunio
El 25 de abril de 1507 sale de la imprenta, en Saint Dié, Cosmographiae Introductio, un libro de pocas páginas cuyo autor es Matías Ringmann. En su prólogo, Waldseemüller-Italcomilus, llevado por el entusiasmo, afirma: "En la actualidad, esas partes del mundo (Europa, África y Asia) están exploradas por completo, y una cuarta parte fue descubierta por Américo Vespucio".
(…)" Puesto que tanto Europa como Asia han recibido nombres de mujeres no veo qué se puede objetar a que la nueva tierra lleve el nombre del hombre ingenioso que la descubrió, aplicándoles, por consiguiente el de Amerige, tierra de Américo o América". Y tal es el nombre que llevará el nuevo continente en el mapa que aparece en aquel libro y que hoy representa el colmo de la desventura del Almirante del Mar Océano y virrey de las Indias, quien habría muerto (con 54 años) el año anterior a causa de una artritis reactiva sin enterarse de que había descubierto un nuevo continente.
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