Escribe Xavi Queralt Pons.
Ilustración: Gambetta @abstractsaturdaynight
El Ártico yacía idealizado como la última frontera del planeta, más intocable incluso que la misma Antártida, que tras el Tratado firmado en 1959 quedara políticamente dividida como un gran queso cortado en partes (desiguales), una mesa de manjares que espera ser devorada cuando amaine un poco el frío. Pero, el impenetrable Ártico, tierra de aborígenes valientes y grandes osos blancos, lleva largos años fundiendo su hielo a ritmo de vértigo, igual que el Antártico, para preocupación permanente de los ambientalistas y el 99% de los científicos. Una huella que va esculpiendo el influjo antropocéntrico, el imparable progreso del ser humano, que contamina sin cesar, aunque Trump lo niegue por Twitter cuando nieva en New York.
La tragedia está a la vuelta de la esquina según todos los expertos en el clima, nunca hemos conocido la suerte del planeta con el Ártico fundido. Algo que poco importa en los despachos del Kremlin, la Casa Blanca o el PC chino. En esas reuniones donde se diseñan las grandes políticas del mundo civilizado a mediano y largo plazo, ya se da por consumada la fusión del hielo en el Polo Norte. El plan es asaltar los subsuelos ricos en yacimientos minerales, con petróleo, gas, oro, plata, grafito, níquel, titanio y uranio. Probablemente la última gran reserva de recursos minerales disponible y todavía intacta que resta por explotar a gran escala. Por este motivo, las grandes empresas extractoras, como la rusa Novatek, se esfuerza junto a sus socios (Total francesa, CNP china y el estado ruso) por llegar primero al botín. Tal cual sucediera con la apertura de Yamal LNG, planta de gas natural licuado construida por Novatek e inaugurada por Vladimir Putin en diciembre de 2017, a tan solo 640 km del Polo Norte.
Esta muestra del apetito ruso por la región, cuyo dominio es considerado crucial por el Kremlin, queda retratada en la flota de rompehielos más importantes del mundo, que incluye barcos mercantes, militares y de exploración petrolera. El reclamo ruso por el territorio helado -en plena descomposición- y sus recursos es público. Ejercicios militares de sus divisiones árticas especialmente adaptadas al clima extremo han sido rutinarias en los últimos años, y mantienen en vilo a fineses y suecos, cuyos países están fuera de la OTAN.
El músculo militar es asunto de Putin, pero la financiación proviene de Beijing, así como las hábiles operaciones diplomáticas de Xi Jinping, quien mantiene fluidas relaciones con Islandia y Finlandia, integrantes del Consejo Ártico. China es el mayor interesado en la avanzadilla rusa, y la financia porque forma parte de su estrategia para dominar la Ruta de la Seda por el Índico y la Ruta del Mar del Norte a través de los hielos fundidos del Ártico que pronto comunicarán Europa con el Pacífico, evitando pasar por el Canal de Suez o el Canal de Panamá.
Días de ventaja y un control total de la ruta comercial busca asegurarse el nuevo imperio chino, autoconvencido de su nuevo rol hegemónico en el mundo que se viene. Pero ¿qué papel juega EEUU en este rompecabezas? No se puede acertar al 100%, aunque la política exterior aislacionista de Trump y su publicitado rechazo a las teorías que avalan el calentamiento global, confirmado cuando negó la firma de Obama al Acuerdo de Paris, hacen presagiar que sus políticas encajan perfectamente en los planes expansionistas de Putin. O bien, por el contrario, cuenta con que llegado el momento las grandes petroleras americanas también puedan participar del festín. Suceda esto último o no, lo cierto es que el enorme poder económico militar de las grandes potencias acosan al Ártico, por acción u omisión. Uno de los grandes reguladores del clima terrestre está en grave peligro.
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