Escribe Marcelo Espiñeira.
Los conflictos armados y la anarquía reinante en estados fallidos de África y Medio Oriente originan a diario el crecimiento del número de ciudadanos refugiados o desplazados. Civiles que simplemente huyen de guerras fraticidas, prácticamente sin equipaje a cuestas y con la moral perdida. La guerra civil siria ha provocado que más de 7 millones de personas acaben en esta terrible situación. Tras cruzar la frontera turca ahora malviven en improvisados campamentos padeciendo hacinamiento y privaciones materiales de toda índole. Otros han huido hasta las costas libanesas y desde allí intentan alcanzar el continente europeo en destartaladas embarcaciones sin garantía alguna.
No obstante, todos entendemos que este viaje plagado de infortunio nunca resulta gratuito para los migrantes, ya que ciertas mafias organizadas saben como sacarle rédito a sus arduas travesías. Algunos desplazados acceden a pagar hasta 2.000€ por un lugar en barcazas atestadas que demasiadas veces naufragan en las aguas del Mediterráneo, un mar que inmuniza a Europa de la tragedia ajena, convirtiéndose en un cementerio que produce indignación.
Al tiempo que la desgracia se multiplica en las aguas teñidas de azul profundo, los líderes políticos de la Unión Europea exhiben su costado más oscuro cuando aceptan discutir las posibles soluciones a la cuestión de los miles de muertos y desaparecidos en el Mediterráneo. Cada tanto han abordado esta cuestión durante la última década, impulsados en primer término por un espíritu mezquino que se manifiesta en la adjudicación de los gastos que ocasionan los rescates marítimos o los patrullajes preventivos. La presión ejercida por las horrorosas imágenes transformadas en noticias que suelen arribar a comienzo de la primavera hacen el resto. Ningún presidente europeo desea mostrarse evidentemente impertérrito ante los miles de cadáveres que flotan en el mar interior. Sin embargo, el último debate de los líderes continentales en relación al futuro del Frontex puso de manifiesto la ruin posición de la mayoría ante la tragedia.
Los conflictos armados y la anarquía reinante en estados fallidos de África y Medio Oriente originan a diario el crecimiento del número de ciudadanos refugiados o desplazados. Civiles que simplemente huyen de guerras fraticidas, prácticamente sin equipaje a cuestas y con la moral perdida. La guerra civil siria ha provocado que más de 7 millones de personas acaben en esta terrible situación. Tras cruzar la frontera turca ahora malviven en improvisados campamentos padeciendo hacinamiento y privaciones materiales de toda índole. Otros han huido hasta las costas libanesas y desde allí intentan alcanzar el continente europeo en destartaladas embarcaciones sin garantía alguna.
No obstante, todos entendemos que este viaje plagado de infortunio nunca resulta gratuito para los migrantes, ya que ciertas mafias organizadas saben como sacarle rédito a sus arduas travesías. Algunos desplazados acceden a pagar hasta 2.000€ por un lugar en barcazas atestadas que demasiadas veces naufragan en las aguas del Mediterráneo, un mar que inmuniza a Europa de la tragedia ajena, convirtiéndose en un cementerio que produce indignación.
Al tiempo que la desgracia se multiplica en las aguas teñidas de azul profundo, los líderes políticos de la Unión Europea exhiben su costado más oscuro cuando aceptan discutir las posibles soluciones a la cuestión de los miles de muertos y desaparecidos en el Mediterráneo. Cada tanto han abordado esta cuestión durante la última década, impulsados en primer término por un espíritu mezquino que se manifiesta en la adjudicación de los gastos que ocasionan los rescates marítimos o los patrullajes preventivos. La presión ejercida por las horrorosas imágenes transformadas en noticias que suelen arribar a comienzo de la primavera hacen el resto. Ningún presidente europeo desea mostrarse evidentemente impertérrito ante los miles de cadáveres que flotan en el mar interior. Sin embargo, el último debate de los líderes continentales en relación al futuro del Frontex puso de manifiesto la ruin posición de la mayoría ante la tragedia.
El clima político reinante en Europa no ayuda a encontrar salidas de carácter humanitario para los inmigrantes que expulsan los estados desintegrados en conflictos interminables. La presión que ejercen los sectores xenófobos pasa factura en las decisiones adoptadas por gobiernos de tono más moderado. En Reino Unido, Francia, Austria, Holanda, Italia, Grecia y Alemania, esta influencia es notoria. Tristemente, el partido que gobierna España también ha optado por sumarse al irresponsable grupo que atiza el odio al diferente. En Catalunya, el PPC ha activado actualmente una campaña para las municipales basada en valores deplorables que menosprecian a los inmigrantes de una manera que roza el delito. Al alcalde de Badalona, adalid de esta penosa cruzada, se han sumado los populares de Tarragona, Vic y Barcelona, retratados sin rubor en una patética postal del oportunismo.
En consonancia con este giro racista de la política, la representación española en la UE apoyó ridículas medidas para atajar la llegada masiva de inmigrantes por el mar, como la de destruir las barcazas en los puertos africanos de origen. Una fatal ocurrencia. Además ofreció muy pocos recursos como aporte a la solución de la crisis. En respuesta a estas actitudes, la Comisión Europea ha presentado una propuesta el pasado 6 de mayo que persigue un tratamiento uniforme del asilo en Europa. Es decir, que todos los estados miembros se vean obligados a recibir una cuota anual de asilados, que se establecería en relación al PIB, el nivel de paro y el número de población de cada país. La idea es establecer una oficina de prueba en Niger para comenzar a regularizar la acogida de unos 20.000 refugiados al año. Según recomendaciones de la ONU, la UE también aportaría nuevos recursos en la solución del problema en origen, aunque todavía el programa no esté del todo definido.
A todas luces, Europa no consigue otorgar una respuesta eficiente al desequilibrio humano que se percibe entre las dispares costas del Mediterráneo. Si endurece sus políticas fronterizas no puede olvidarse por completo de sus vecinos menos desarrollados y si no establece controles migratorios, algunos de sus países podrían verse superados por la magnitud de estas oleadas. La tensión es elevada en las puertas de entrada al viejo continente, como la isla de Lampedusa (Italia), Ceuta, Melilla y Canarias (España), pero también en la frontera griego-turca y buena parte de los Balcanes, sobre todo después del estallido de la guerra civil siria.
La indignación del papa Francisco ante los miles de muertos engullidos por el Mediterráneo en abril pasado parece un sentimiento compartido por una gran mayoría. Pero, llegado el momento de tomar decisiones, Europa suele entregarse al avaro criterio de unos pocos.
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